La puerta del hotel se abrió de golpe. Dos hombres empujaron a Luz por el pasillo con la rudeza de quien transporta un bulto incómodo; ella trastabilló, las uñas se le clavaron en la tela del vestido, y en un movimiento torpe perdió el equilibrio. No tuvo tiempo siquiera de enderezarse: cayó directo en los brazos de Leandro, como si fuera una marioneta a la que alguien hubiera soltado el hilo.
El contacto fue frío y eléctrico al mismo tiempo. Leandro la sostuvo con una mano firme en la cintura, la otra apoyada en la espalda baja para estabilizarla; la miró con ese desprecio aristocrático que siempre lo adornaba y sonrió despacio.
—Mira a quién tenemos acá —dijo, saboreando cada sílaba.
Luz se quedó unos segundos suspendida entre el mortecino aire de la habitación y la presencia avasallante de él. El corazón le latía en la garganta. Apenas pudo balbucear el nombre que al igual que en su niñez ahora le causaba escalofríos.
—Leandro.
Él la liberó con cuidado teatral, como quien devuelve