El sonido de la pluma golpeando contra la mesa fue seco, furioso. Leandro firmó de mala gana, apretando tanto la caligrafía que casi rompía el papel. No miró a nadie, no dio las gracias, ni siquiera se permitió una palabra más. Simplemente empujó los documentos hacia el abogado, tomó su chaqueta y salió de la sala del directorio con pasos que resonaban como látigos en el mármol del pasillo.
Los socios lo observaron retirarse en silencio, conscientes de que aquel hombre era un volcán a punto de estallar.
En su oficina, Leandro cerró la puerta de un portazo que hizo vibrar los ventanales. El aire estaba impregnado de whisky y rabia. Tiró la chaqueta sobre el sofá, arrancó la corbata y la lanzó contra la pared.
—¡Maldito sea! —rugió, golpeando el escritorio con tal fuerza que los objetos cayeron al suelo—. ¡Cómo se atrevió ese viejo! ¡Cómo se atreve a darle a Lissandro el control!
Hiperventilaba, los ojos grises ardiendo con un brillo enloquecido. Tomó la botella de whisky, la destapó de