La sala estaba completamente oscura, salvo por el haz de luz que caía sobre Lissandro San Marco.
De pie, impecable, con un traje negro sin una sola arruga, las manos a la espalda, el cabello peinado hacia atrás y la mirada fija en la cámara. Silencio. Solo su respiración.
Joaquín, desde la consola, asintió.
—Estamos en línea. Red oscura activa. Miles conectados.
Lissandro asintió sin hablar.
El símbolo de su organización apareció en la esquina de la transmisión. Los comentarios en el chat explotaban en segundos: “¿Es verdad lo de la esposa?” “¿Volvió Lissandro?” “¿Qué es esto?”
La mayoría calló cuando la voz grave y templada de Lissandro rompió el silencio.
—Mi nombre es Lissandro San Marco —dijo sin parpadear—. Esta transmisión no es una amenaza. Es una sentencia.
La cámara se abrió un poco más. Detrás de él, cinco figuras colgaban de las muñecas, sus torsos desnudos cubiertos de marcas. Sangrando, agotados, temblando, colgados como ofrendas. Una gota de sudor recorrió el pecho de un