El vapor llenaba el baño.
Lissandro se quitó la camisa con lentitud, dejando que el agua caliente limpiara más que su cuerpo. Dejó que el ruido sordo de la lluvia artificial golpeara su piel, mientras el aroma a madera y cítricos del jabón artesanal impregnaba el ambiente.
No había rastros de sangre.
Ni de fuego.
Solo piel impecable, control absoluto, y un rostro sin una sola fisura.
Al otro lado del departamento, Joaquín también salía de la ducha. Vestía una camisa gris, pantalón negro, el cabello peinado con precisión y un reloj brillante ajustado en la muñeca.
Ambos hombres, como si hubieran pasado la noche en una gala… y no en un infierno.
—¿Listo? —preguntó Joaquín, colocándose la chaqueta.
—Sí —respondió Lissandro mientras se abotonaba los puños—. Vamos a verlas.
El motor del auto ronroneó suave, y en cuestión de minutos estaban de regreso en el hospital.
La luz del atardecer se filtraba por los ventanales. Habían estado casi toda la mañana y parte de la tarde con el castigo de