La enfermera rubia

El ascensor tardó una eternidad en subir, y cada segundo a Luz se le clavaba en el pecho como una aguja. Abrió la puerta de su departamento con la llave temblando en su mano. La sala estaba en penumbra, iluminada apenas por la luz anaranjada que se colaba de la calle.

—Siéntate aquí —susurró, casi arrastrando a Cristian hasta el sofá.

El hombre, enorme y maltrecho, se dejó caer con un gruñido bajo. Sus ojos todavía brillaban con esa chispa insolente que a ella la desesperaba y tranquilizaba a la vez.

—Iré por el botiquín —dijo ella y corrió al baño.

Cristian apoyó la cabeza en el respaldo del sofá, respirando con dificultad, los nudillos marcados, la camisa pegada al cuerpo. Escuchó los pasos de Luz volver y la vio aparecer con una caja blanca en las manos. Se arrodilló frente a él sin pensarlo.

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