Arthur llegó al bodegón como quien entra en un cuarto para sentarse a tomar el té: sin prisas, sin miradas innecesarias, con la quietud característica de quien nunca pierde la calma. Luz le había dado indicaciones precisas; Joaquín y varios de sus hombres lo acompañaban, sombras moviéndose tras su espalda, listas para lo que viniera.
Al acercarse, los hombres que sujetaban a Cristian levantaron la vista y sonrieron, confiados.
 —Miren —dijo uno burlón—, volvió nuestro pequeño saco de boxeo, les dije que no podría escapar tan lejos, ¿Qué pasó bebé, te dio miedo la oscuridad?
Arthur sonrió de lado con una mirada helada. No había burla en esa sonrisa; había una promesa.
—Así que fueron ustedes... —dijo, la voz baja, contenida.
El hombre más alto, confiado en su número y su fuerza, avanzó pensando que estaba enfrentando a Cristian. Se lanzó a atacar. Fue un error tan grande como inmediato: Arthur se movió con una violencia precisa y vertiginosa. Un gesto seco, calculado, y el cuello del ag