La pantalla parpadeó una última vez antes de quedar fija en el rostro de Lissandro.

El humo de su cigarrillo, el tono sereno, la frase final: “Y ese día… no habrá piedad.”

Luego, negro.

Fin de la transmisión.

Vittorio Ferrer se quedó quieto frente a las tres pantallas de su oficina subterránea, el cigarro consumiéndosele entre los dedos sin que siquiera se diera cuenta.

El silencio se hizo insoportable.

Podía oír su propia respiración, entrecortada, como si acabara de correr kilómetros.

—No… no puede ser —susurró.

Retrocedió un paso, y el borde del escritorio le golpeó las piernas. El vaso de whisky que había dejado sobre la mesa cayó al suelo, rompiéndose en mil pedazos. El líquido ámbar se mezcló con el polvo, como una mancha que se extendía rápido, igual que la noticia.

En la esquina de la pantalla, el símbolo de la organización de Lissandro aún titilaba, recordándole que la señal había sido transmitida por toda la red oscura. No era un mensaje privado. No era una advertencia en cl