Los días pasaban, y con ellos, las heridas empezaban a sanar.
No solo las físicas, sino también las que se habían enterrado en lo más profundo del alma.
Anna se había despertado esa mañana con menos dolor.
Los médicos habían retirado las vendas de su cabeza, dejando solo un pequeño parche en la sien derecha, donde el golpe había abierto una herida.
Su rostro, ya sin la hinchazón que antes lo cubría, volvía a parecerse al de siempre: dulce, valiente, hermoso.
Lissandro estaba ahí cuando despertó.
Como lo había estado todos los días desde su ingreso.
Y ese día, finalmente, ella pudo caminar.
Vestía una bata de hospital blanca, y sus pasos aún eran algo lentos, pero firmes.
Él la esperaba junto a la ventana, con una manta doblada en el brazo y una sonrisa que, por primera vez en días, no estaba manchada de furia.
—¿Lista para tomar un poco de sol, pequeña? —le dijo con suavidad, ofreciéndole el brazo.
Anna lo tomó sin dudar. Lissandro le puso su abrigo largo impregnado en su aroma varoni