Cristian llegó al orfanato con un ramo de rosas rojas en la mano. El sol del mediodía le daba en el rostro y su sonrisa era tan evidente que los niños que jugaban en la entrada lo saludaron entre risas. Al cruzar el patio, se encontró con Arthur que venía desde el taller de arte.
—¿Qué pasó? —preguntó Arthur, deteniéndose frente a su hermano.
—Lissandro acabó con él —respondió Cristian con tono seco—. El hijo de Vittorio mandó a alguien a ver los puntos débiles del orfanato. Ahora estamos en la mira. Lissandro ordenó reforzar todo.
—Ya veo —murmuró Arthur, suspirando—. Y tú, ¿dónde vas con flores?
—¿Dónde más? —respondió con una sonrisa traviesa—. Donde mi muñequita, obvio.
Le dio un golpe amistoso en el hombro y siguió su camino hacia la sala de música. Desde el pasillo ya no se escuchaba el suave sonido de un piano. Luz estaba guardando partituras, rodeada por un par de pequeñas alumnas que reían felices.
—Tía Luz, ¡tú tocas muy lindo! —exclamó una de ellas.
—Pronto ustedes tocarán