Lissandro estaba en el despacho de su hogar, concentrado en unos documentos mientras la luz de la tarde caía en oblicuo sobre la pantalla de su laptop. El ceño fruncido le marcaba la frente; hoy había llamadas, reportes y decisiones que no admitían distracciones. Trabajaba con la eficiencia de quien sabe que cada minuto define un resultado.
Anna entró a hurtadillas, como solía hacerlo cuando quería sorprenderlo. Tenía un muffin de arándanos en la mano y la ropa olía a jardín y a calma. Llevaba esa sonrisa que destensaba los hombros del mundo de Lissandro en un instante.
Cuando ella ya estaba a su lado, él se giró y, con la habilidad de siempre, la tomó del brazo y la sentó sobre sus piernas.
—Hola, pequeña —dijo él, con esa voz que mezclaba privilegio y ternura.
—¿Sabías que venía? —preguntó ella, apoyando el muffin contra su pecho.
—¿Qué clase de mafioso sería si no detectara el peligro a mi alrededor? —respondió Lissandro con ironía—. Estaría muerto.
—¿Y yo soy un peligro?
—El más g