En la penumbra de su despacho en Milán, Bruno, conocido por todos como Escorpión, observaba con calma las cámaras de seguridad que transmitían en directo desde su departamento.
En una de las pantallas, Leandro San Marco y su equipo irrumpían con armas en alto, revisando cada rincón, buscando desesperadamente un rastro.
Bruno sonrió.
—Tarde, demasiado tarde… —murmuró, con esa voz baja y rasposa que delataba su placer.
A su lado, uno de sus hombres de confianza esperaba instrucciones.
—Señor, ¿quiere que los eliminemos? Están aún en el perímetro.
Bruno negó con un leve gesto.
—No. Déjalos que busquen. Cuanto más crean que están cerca, más ciegos estarán.
El hombre asintió y se retiró. Bruno se recostó en su silla de cuero, entrelazando los dedos frente a su rostro, mientras la sonrisa se curvaba lentamente.
—Así que sabes quién soy, Lissandro… —susurró mirando la pantalla donde aparecía el rostro del gemelo—. Te demoraste menos de lo que esperaba.
Un golpe en la puerta lo distrajo. Ante