Al otro lado del continente, lejos del brillo europeo y del refugio de Lissandro y Anna, Leandro San Marco entró en un bar exclusivo del centro de la ciudad.
El lugar era discreto, elegante, con luces tenues y música suave que apenas cubría los murmullos de los empresarios y mafiosos que solían reunirse allí.
Leandro caminaba con paso firme, el chaquetón oscuro abierto, la mirada fría pero serena.
Necesitaba una noche de silencio, aunque el silencio, en su vida, era un lujo que pocas veces duraba.
A su lado iba Saúl, su asistente más leal, sosteniendo una tablet.
—Señor —dijo, mientras caminaban hacia la sección VIP—, los registros muestran que Bruno salió del país justo después del señor Lissandro y la señora Anna. Pero lo hizo bajo el nombre de Anton De Arce. Lo encontré gracias al reconocimiento facial.
Leandro se detuvo un segundo, girando apenas la cabeza.
—Vaya… el maldito anda siguiendo a mi hermano —su voz bajó, ronca—. Me pregunto cómo demonios sabe todos sus movimientos.
—Po