La noche era espesa y húmeda.
El motor del auto rugió una última vez antes de apagarse frente a la entrada trasera de la Clínica Amanecer.
Leandro salió primero, el arma aún caliente entre sus manos; la mujer del vestido rojo —ahora con una bata blanca sobre los hombros— bajó del lado del copiloto, respirando agitada.
Detrás del edificio, un grupo de enfermeros con mascarillas quirúrgicas esperaba bajo la luz fría de los fluorescentes.
—Todo listo, doctora —dijo uno de ellos al verla llegar.
—¿Y los pacientes? —preguntó ella, recuperando la compostura.
—Ya están esperando. Solo falta el del hígado, no lo citamos como lo ordenó
— Ese lo haremos mañana porque el sujeto bebió alcohol.
Los enfermeros asintieron sin dudar nada.
—Bien. Citamos a los de los demás órganos, ¿correcto?
—Sí, doctora.
El ambiente olía a desinfectante y gasolina.
Leandro cerró la puerta del auto de un golpe, los ojos grises brillando entre las sombras.
—Bonita bienvenida —murmuró—. Qué negocio tan pulcro tienes, d