Un angelito que canta.

Romina despertó con la sensación de que algo la observaba. Aún no eran las siete y el sol apenas se colaba entre las cortinas de lino blanco. Abrió los ojos lentamente, y ahí estaba él.

Sentado a los pies de la cama, Rowan la miraba con sus ojos enormes, quietos, como si la estudiara. No decía nada. Ni una palabra. Solo la observaba.

—¿Hola? —preguntó Romina con suavidad, frotándose los ojos—. ¿Dormiste bien?

El niño no respondió. Parpadeó una vez. Luego bajó la mirada y comenzó a mover los dedos como si contara mentalmente.

Romina se sentó, apoyando la espalda en el cabecero.

—Sé que esto es raro para ti, lo sé… pero estás a salvo, ¿sí? Soy tu amiga. No permitiré que ese ogro te vuelva a alzar la voz sin primero darle un carterazo.

Silencio.

Desde que Cori se lo entregó, la noche anterior, Rowan no había dicho una sola palabra. Ni al cenar, ni al cambiarse, ni al mirar la tele. Solo asentía o negaba con la cabeza. Por un momento, ella llegó a pensar que era mudo. Pero sus ojos hablaban… de una forma que dolía.

Antes de llegar al apartamento se tomó la libertad de usar por primera vez la tarjeta de la empresa a su antojo. Desde ropa, comida, detergente, accesorios de belleza y de higiene. Algunos juguetes para su edad y una tablet para que no se aburra. Se imaginó que ese niño era suyo de verdad y no escatimó en gastos.

—Voy a tomar un baño rápido. Te voy a preparar la tina si gustas y podrás jugar un rato con los juguetes acuáticos mientras te preparo el desayuno. Si necesitas algo solo pídelo. Aunque no tienes que hablar si no te sientes a gusto.

Minutos después, con la bata puesta, Romina entró al baño y dejó que el agua caliente comenzara a llenar el espacio con vapor. En su pequeña bocina de cerámica, puso su lista de música habitual para ducharse. No eran hits del momento, ni reguetón. Era su secreto: ópera.

La voz de Andrea Bocelli, se elevó con poder, dramático y perfecto, llenando el apartamento con la intensidad de una vida antigua con el tema vivo por ella en italiano.

Y entonces lo escuchó.

Una segunda voz. Pequeña, dulce... afinada.

Romina entreabrió la puerta de la ducha y bajó el volumen.

La voz del niño seguía.

—È una musa che ci invita

A sfiorarla con le dita

Attraverso un pianoforte

La morte è lontana, io vivo per lei … —cantaba él, con un italiano acentuado, pero correcto. Su voz era frágil, como de cristal... y sin embargo, encajaba con la melodía como si hubiese nacido para ello. Cuando termino la canción, puso una de Indila llamada "Dernière danse" luego de un momento volvió a bajar el volumen y solo sonaba la voz angelical en un francés perfecto.

—Je remue le ciel, le jour, la nuit

Je danse avec le vent, la pluie

Un peu d'amour, un brin de miel

Et je danse, danse, danse, danse, danse, danse, danse

Et dans le bruit, je cours et j'ai peur

Est-ce mon tour?

Vient la douleur

Dans tout Paris, je m'abandonne

Et je m'envole, vole, vole, vole, vole, vole, vole.

Romina se quedó helada. No sabía si enjabonarse o llorar.

¿Rowan… cantando ópera italiana y balada pop francesa?

Salió envuelta en la toalla y lo encontró en el pasillo, de pie, solo. Con los ojos cerrados. Cantaba de memoria.

Pero en cuanto notó su presencia, sus ojos se abrieron de golpe, y la canción se desvaneció.

—Rowan… —susurró ella—. ¿Cómo sabes esas canciónes? Cantas precioso.

El niño la miró con una mezcla de susto y vergüenza. Bajó la mirada. Luego se giró y regresó al sofá sin decir una palabra más.

Romina, empapada aún, se llevó una mano al pecho.

No era mudo. Solo tenía su propio idioma. Una voz la sacó de sus pensamientos.

—¡¿Y ese niño de dónde salió?! —preguntó Paolo, su hermano menor, desde la puerta, ya con la mochila al hombro y el uniforme escolar algo arrugado.

—Pues, eso...

Romina, aún con el cabello húmedo, regreso a su habitación, se puso la ropa interior y atando su blusa de trabajo, se giró y lo miró fingiendo tranquilidad.

—¿Te comieron la lengua los ratones?

—Es de una amiga del trabajo. Está pasando por un momento difícil y… me pidió el favor de tenerlo esta semana.

Paolo entrecerró los ojos.

—¿Y por qué tardas tanto en decirlo? ¿Dónde está su papá?

—Porque fue muy repentino. Es madre soltera —improvisó—. Además, no es asunto tuyo, ¿no?

—¿Y habla? Porque tiene rato mirando la pecera.

—Sí, claro… solo es tímido. Y creo que solo habla francés.

Rowan lo miró desde el sofá, sin expresión. Paolo se acercó un poco, curioso.

—Parece una estatua griega. Es muy lindo...su rostro me parece conocido.

—Paolo —lo cortó ella—. ¡A desayunar o llegarás tarde!

El muchacho rodó los ojos y fue por su cereal. Antes de salir, volvió a mirar al niño de reojo.

—Tiene ojos lindos… como los de mi maestra, pero más azules.

Romina se quedó quieta. Sintió una punzada en el pecho.

—Vete ya o vas a llegar tarde.

A las 9:00 a. m. en punto, sonó el intercomunicador. Era el chofer del Sr. Williams, anunciando que estaba abajo.

Romina tomó su bolso, ayudó a Rowan a ponerse la chaqueta azul y bajaron juntos.

—Buenos días, Joven William.

Su rostro se iluminaba al verlo. Ese hombre es hermoso en todo el sentido de la palabra y ese había sido la segunda causa de ella tomar ese trabajo. Aunque su apariencia no tenía nada que ver con su lengua y su temperamento.

—Buen día, srta. Evaluna.

—¿Y el chofer?

—Regresará cuando lo llame, iremos en taxi al hospital, llamaremos menos la atención.

En el auto, el silencio los rodeaba como una burbuja. Él jugaba con un llavero de peluches que ella le dio para entretenerlo y su tablet.

—Hoy solo será una prueba. Nada duele, te lo prometo —dijo ella en voz baja.

Rowan no contestó. Pero le tomó la mano.

Y en ese simple gesto, Romina sintió algo que no había sentido en años: esperanza.

Quizás ese niño había llegado a su vida para algo más que una prueba. Tal vez… para cambiarlo todo.

El taxi avanzaba por las avenidas de Washington con la precisión de un reloj. Evaluna estaba sentada en el asiento trasero, con Rowan a su lado, y junto a ella, con el rostro tallado en piedra, Damon Harris Williams.

El CEO no había dicho mucho desde que lo recogieron. Solo un frío: “Buenos días”, y la explicación de por qué el chofer se fue. Y luego, silencio. Pero mientras el tráfico fluía, algo lo tenía inquieto.

Los ojos del niño.

Rowan lo miraba fijo. No como un niño asustado. No con timidez. Lo miraba como si intentara entender algo que solo él veía.

Damon frunció el ceño.

—¿Qué tanto me miras? —soltó con una mezcla de molestia y curiosidad.

Evaluna giró hacia el niño, esperando que respondiera. Pero Rowan simplemente desvió la mirada hacia la ventana, en silencio.

Damon bufó.

—¿Es mudo? Me tiene fastidiado.

—No —intervino Evaluna con voz tranquila—. No lo creo. Pero… hasta ahora no ha dicho una sola palabra.

—¿Y entonces?

—Tengo una teoría —añadió ella, con cuidado—. Por su acento, por cómo pronuncia ciertas vocales, creo que su lengua materna es el francés.

Damon alzó una ceja.

—¿Francés?...Bueno sería algo lógico.

—Sí. Esta mañana puse música clásica mientras me duchaba y, sin saber que lo escuchaba, empezó a cantar... en italiano. Todo un tenorcito. Y luego otra... en francés. Tenía una pronunciación perfecta. Como si lo hablara desde la cuna.

Damon se quedó quieto. El taxi dobló hacia una calle arbolada, y por un instante, el mundo pareció más lento.

—Francés e italiano —repitió él, casi para sí—. Interesante.

Evaluna lo observó con atención.

—Usted habla francés. Si no mal recuerdo.

—Fue mi tercer idioma, después del inglés y el italiano —respondió Damon, sin mirarla—. Mis padres pensaban que un verdadero Williams debía hablar al menos cinco idiomas. Así que también estudié ruso y español... aunque este último lo entiendo más que lo hablo. Y gracias a ti sé español más fluido y dominicano...

Ella asintió, impresionada.

—¿Quiere intentar hablarle en francés?

Damon miró a Rowan. El niño volvía a mirarlo, esta vez sin disimulo. Había algo extraño en esa conexión muda. Como si ambos supieran que algo los unía, pero no supieran cómo nombrarlo.

Entonces, Damon habló.

—Tu t’appelles Rowan, n’est-ce pas?

(Tú te llamas Rowan, ¿verdad?)

Los ojos del niño parpadearon. Fue un gesto pequeño… pero significativo.

Damon mantuvo el tono bajo, como si no quisiera asustarlo.

—Je suis Damon. Est-ce que tu comprends ce que je dis?

(Soy Damon. ¿Entiendes lo que estoy diciendo?)

Rowan tragó saliva. Sus ojos azules se llenaron de algo distinto. No miedo. No alegría. Era… reconocimiento.

—Oui… —susurró.

Evaluna se tapó la boca. El aire del taxi pareció detenerse.

Damon se quedó quieto, sorprendido. La voz era suave, exacta. Real. Tan dulce como la miel.

Rowan lo había dicho con la boca temblorosa, como si no supiera si debía hablar, pero lo hizo.

—Tu parles très bien français. (tu hablas francés muy bien)—dijo Damon, esta vez con más calidez—. Et tu chantes aussi comme ta mère Romina ? ( ¿Y tú también cantas como tú madre Romina?

Rowan asintió. Apenas. Pero asintió.

Damon soltó una leve sonrisa. No una sonrisa de negocios. Ni de burla. Una verdadera sonrisa. Pequeña. Dolorosa.

—Definitivamente no es mudo —murmuró.

Evaluna sintió un nudo en la garganta. Lo había visto en reuniones frías, en salas llenas de poder, pero nunca así. Nunca tan... humano.

—¿Entendió todo? —preguntó ella, en voz baja.

—Dijo “sí” —respondió Damon, sin apartar los ojos del niño—. Y entendió todo.

Un silencio cálido llenó el taxi. Por primera vez, no se sentía como un CEO, una secretaria bien pagada y un niño. Se sentían como algo nuevo, algo frágil… que apenas estaba empezando.

—Ahora solo esperemos que dirán los análisis del ADN.—Susurra él mientras mira por la ventana del taxi.

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