Mundo ficciónIniciar sesiónLa noche cayó sobre la Hacienda Larousse con un aire fresco y húmedo. La enorme casona colonial, iluminada por lámparas de gas y candelabros eléctricos, se llenaba del aroma a carne asada, pan recién horneado y especias locales que emanaba desde la cocina principal.
Dionisio cenaba solo en la gran mesa de roble, mientras Beto y Mariana, padres de Lancelot, también Carlota y Samuel, padres de trina, se sentaban en la mesa de la cocina, sirviéndose tranquilamente. A su lado, Trina, lo miraba de reojo con timidez fingida desde la cocina. Dionisio no aguantó comer tan solo y los invitó a la mesa a todos al área del comedor. Dionisio cortó un trozo de carne con movimientos lentos y metódicos, perdido en sus pensamientos, hasta que de pronto levantó la mirada. —¿Dónde está Lancelot? —preguntó con frialdad, sin alzar mucho la voz pero con un tono que congeló la mesa entera. Beto, un hombre alto y espalda ancha, levantó la vista con sorpresa. —Ah… patrón, está cenando con su novia en la casa de los Muñoz —respondió con naturalidad—. Teresa lo invitó. Creo que regresará tarde. Mariana, su esposa, mujer rolliza y dulce de cabello canoso y ojos azules, sonoro mientras llenaba su vaso con jugo de guayaba. —Son tan lindos juntos —agregó con ternura—. Tienen dos años saliendo, patrón. La familia de ella lo adora. No me sorprendería que pronto se comprometan. El estómago de Dionisio se contrajo con un dolor sordo. —Ya veo... Tragó saliva, bajando la mirada a su plato, y fingio que le quitaba un nervio a la carne. Un silencio tenso se instaló en la mesa hasta que Beto volvió a hablar, ignorante del nudo en su garganta. —Ese muchacho es un orgullo, patrón. Mientras usted estudiaba Finanzas y luego Administración en Boston, él se graduó de Veterinaria aquí mismo, en Oklahoma. Es un gran veterinario. Cuida a los caballos mejor que nadie. Carlota se acercó con entusiasmo. —Sí… nadie entiende a los potros como él. Ni siquiera su padre… —dijo con una sonrisa nostálgica. —No bromees mujer porque salió igualito a mi. Dionisio dejó el tenedor sobre el plato con un leve golpe metálico. Su apetito se había esfumado. Empujó la silla hacia atrás y se puso de pie. —Gracias por la cena, Carlota, Mariana. Estuvo bien. —¿No va a comer más, patrón? —preguntó Trina, preocupada. -No. Buenas noches. Mañana iré al establo ya las praderas a contabilizar todo. Se giró y salió al pasillo, sintiendo la presión en su pecho crecer con cada paso. Subió las escaleras hasta su habitación, se quitó la camisa y se tumbó en la cama sin siquiera apagar la luz. Miraba el techo blanco, iluminado por la lámpara amarillenta. Sus ojos estaban abiertos, pero su mente solo proyectaba imágenes de Lancelot: montado sobre su caballo negro, el viento alborotándole el cabello rubio, sonriendo con esa sonrisa amplia y honesta que lo desarmaba. “Comprometerse…”, repitió mentalmente con amargura, mientras una punzada de celos y desesperación le oprimía el corazón. En la mañana, el canto de los gallos lo despertó a las cinco de la madrugada. Dionisio se duchó con agua fría para despejarse, se vistió con un pantalón de mezclilla oscuro, botas negras de cuero y una camisa beige arremangada hasta los codos. Peinó su cabello castaño hacia atrás con gel, dándose un aire de empresario moderno ya la vez rústico. Bajó las escaleras y salió al campo cuando el sol apenas despuntaba, tiñendo de oro la hierba mojada de las praderas. Caminó directo a los corrales por diez minutos por un camino que bordeaba la parte lateral de la mansión, donde decenas de vacas lecheras pastaban tranquilas, algunas siendo ordeñadas por los peones. —¡Buenos días, patrón! —saludó Pedro, uno de los ordenadores, quitándose el sombrero con respeto. —Buenos días. ¿Todo en orden? —preguntó Dionisio, caminando mientras revisaba con mirada crítica los camiones cisterna que esperaban llenos de leche fresca para ser enviados a Boston. —Sí, señor. Hoy saldrán dos camiones completos con la materia prima para procesar en la planta. Ya prepararon las cajas de refrigeración y la documentación de exportación. Dionisio caminando, revisando su libreta de notas. Caminó hasta los corrales de los caballos a quince minutos de allí, donde varios potrillos retozaban junto a sus madres. Uno de los veterinarios revisaba el casco de una yegua castaña. —Buenos días, doctor Ruiz. —Saludó con formalidad. -Patrón. —Respondió el hombre, inclinando la cabeza mientras revisaba con cuidado la pata trasera del animal—. Este potro está listo para iniciar doma la próxima semana. Dionisio se acercó a la cerca de madera, pasando los dedos por encima, observando el amanecer reflejado en el pelaje de los caballos. Su mirada buscaba, sin quererlo, a Lancelot. Pero no estaba ahí. Solo peones trabajando en silencio, caballos respirando humo blanco por el frío y el aroma dulce de la alfalfa recién cortada. Suspensó con resignación. Guardó su libreta en el bolsillo y se giró hacia los camiones cisterna, llegó al almacén dando órdenes rápidas y precisas a los encargados de logística y distribución. Ese era su mundo ahora: contratos, producción, inventarios, abastecimiento, exportaciones… Pero, en el fondo, su corazón solo pensaba en el potro que más deseaba, ese que no figuraba en ningún inventario y que no podría comprar ni con toda su fortuna. El sol ya estaba alto, iluminando los campos con un calor suave de media mañana. Dionisio caminaba por los corrales mientras revisaba los informes en su libreta de cuero. Hugo, el encargado de logística, se le acercó con cautela, quitándose el sombrero para saludarlo. —Patrón, ¿alguna otra orden para hoy? Dionisio cerró la libreta con un suave golpe y lo miró con sus ojos miel, serios y profundos. —¿Dónde está Lancelot? No lo he visto en toda la mañana. Hugo parpadeó, sorprendido, y miró hacia los establos al fondo. —Debe estar en el hipódromo, patrón. Hoy iban a probar un caballo nuevo, un potrillo que sería montado por primera vez. Dionisio frunció el ceño, guardó la libreta en su cinturón y se giró hacia su caballo negro, atado a la cerca. Con movimientos fluidos y elegantes, montó y chasqueó la lengua, haciendo que el animal trotase ligero sobre el camino de tierra rojiza. Deseaba verlo, tenía que verlo. El viento le azotaba el rostro mientras cabalgaba a paso rápido hacia el hipódromo privado de la hacienda. A lo lejos, el polvo levantado por un potro enfurecido le nubló la vista por un segundo. Fue entonces cuando lo vio. Lancelot, sobre el lomo de una bestia castaña enorme, relinchando y pateando el aire como si quisiera lanzarlo al suelo, montaba sin camisa, con los pantalones vaqueros desgastados ceñidos a sus caderas y las botas cubiertas de polvo. Su torso estaba bañado en sudor, que brillaba como oro líquido bajo el sol de Oklahoma, marcando cada músculo y vena prominente de sus brazos y abdomen. Dionisio tiró suavemente de las riendas, manteniendo a su caballo al borde de la pista de arena. Lo observar, hipnotizado, como si su mente hubiera activado un efecto de cámara lenta. El pecho de Lancelot subía y bajaba con fuerza mientras controlaba al potro, tirando de las riendas, girándolo con maestría y firmeza. Sus bíceps tensos parecían estallar con cada tirón. Su abdomen se contraía mientras sus caderas se movían al ritmo de los saltos violentos del caballo salvaje. Su rostro era un deleite de los mismos dioses del Olimpo bañados en sudor. El potro relinchó, pateó el aire y giró con furia, pero Lancelot no se movió ni un milímetro de su lomo. Sus cabellos rubios, empapados y oscuros por el sudor, caían sobre su frente y sus pestañas. Tenía el rostro contraído en concentración, los labios entreabiertos, dejando escapar gruñidos bajos cada vez que tiraba de las riendas. —Mierda... Miró su dureza arder y ser apretada bajo el pantalón de Lancelot. Dionisio tragó saliva, sintiendo su boca completamente seca y su respiración agitada. Un calor abrasador le subió desde el estómago hasta el pecho. Sintió su miembro soportarcerse bajo el pantalón de mezclilla sin que pudiera evitarlo. “Maldito…”, pensó, entre la admiración, la rabia y el deseo. “Ni los mejores jinetes de Texas montan así…” En ese momento, Lancelot empujó con fuerza y logró que el potro frenara el golpe. Dio dos vueltas sobre su propio eje, relinchando y resoplandando con furia, mientras su jinete lo calmaba con una mano sobre el cuello y palabras suaves que Dionisio no alcanzó a escuchar. Cuando Lancelot levantó la vista, sus ojos azules se cruzaron con los de Dionisio. Durante un segundo, ambos se quedaron quietos, respirando agitadamente. El viento levantaba polvo y el sudor corría por su pecho ancho, bajando hasta su ombligo, perdiéndose en la cinturilla baja de su pantalón. —Patrón… —dijo Lancelot, con voz ronca y jadeante—. ¿Se le ofrece algo? Dionisio apartó la mirada de su abdomen, con el corazón latiéndole en la garganta. Se obligó a respirar con calma y le mantuvo la mirada con frialdad fingida. —Solo vine a supervisar… que todo esté bien...—respondió con su tono de siempre, aunque sus entrañas ardían como el infierno. Lancelot sonó, suave, mientras acariciaba el cuello del potro que aún resoplaba. Sus ojos azules brillaban como cristales bajo el sol de Oklahoma. —Todo está bajo control aquí, patrón. —Llevaste tarde anoche...—No pudo evitar decir. —La cena con Teresa me tomó más tiempo del que pensaba. A sus padres les encanta hablar y verme. —Ya veo. Dionisio ascendió, dio media vuelta con su caballo y se alejó al trote, sintiendo su cuerpo temblar por dentro. Mientras se alejaba, solo podía pensar en una cosa: Ese potro salvaje que acababa de domar… no se comparaba con el potro humano que jamás podría tener.






