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La herencia y celos prohibidos

La semana pasó rápido. Esa mañana amaneció con un cielo grisáceo, cargada de nubes que amenazaban con lluvia. La hacienda Larousse estaba inusualmente silenciosa, como si los campos, caballos y trabajadores contuvieran el aliento en espera de lo inevitable.

En el gran salón de madera oscura, se reunieron los tíos, primos y tías de Dionisio, vestidos con ropas de luto costosas, joyas discretas y miradas ansiosas. El abogado de unos 51 años, un hombre flaco de cabello blanco y gafas gruesas, abrió el testamento sobre la mesa larga, acomodándose las lentes con manos temblorosas.

Dionisio permanecía de pie junto a la ventana, con su traje negro perfectamente entallado, los brazos cruzados y la mandíbula tensa. Su corazón latía fuerte, pero su rostro era de piedra.

—Según las últimas voluntades del señor Arturo Watson y la señora Bernina Larousse… —comenzó el abogado con voz firme—, declaran herederas todas sus propiedades, activos, cuentas bancarias, maquinaria, tierras y empresas a favor de su único hijo legítimo vivo, Dionisio Watson Larousse.

Un murmullo de rabia recorrió el salón. Sus tíos se miraron entre sí, sus rostros desfigurados por la envidia y el odio.

—¡Esto es una maldita injusticia! —gritó Julián, golpeando la mesa con el puño cerrado—. ¡Nosotros también somos familia! ¡Nos corresponde parte!

—Ustedes vendieron su parte cuando mis abuelos murieron. —La voz de Dionisio fue suave, casi dulce, pero cargada de veneno—. No les queda nada aquí.

Su tía Sofía lo miró con desprecio, su boca pintada de rojo temblando de furia.

—Maldito mocoso arrogante… Nosotros estuvimos juntos con tus padres durante muchos años trabajando.

—Mis padres les dio trabajo porque se lo rogaron. Solo para seguir de sanguijuelas aunque no hacían mucho trabajo si estaban activos a la hora de cobrar.

—Te veremos caer. Y cuando estés arruinado y quebrado, vendrás arrastrándote a pedirnos ayuda —escupió con odio su otro tio.

Otro de sus primos, David, un hombre de hombros anchos y cuello corto, lo miró de arriba abajo con burla.

—Todo siempre tiene salvación. Estaré mejor sin ustedes. Así que regresen mañana, les tendré la liquidación de cada uno.

— ¿Y quién te va a salvar, marica? —se rió, mientras el resto murmuraba insultos entre dientes.

No hubo tiempo de reacción. Dionisio dio dos pasos al frente y le propinó un golpe directo en la mandíbula, tan fuerte que David cayó sobre el escritorio de madera, derramando café y papeles al suelo. Todo el salón se quedó en silencio, escuchándose solo los jadeos de dolor.

Dionisio respiraba agitado, con el puño aún cerrado, sus ojos miel brillando con una furia fría.

—Me importa un carajo lo que opinan. —Su voz sonó grave, casi ronca—. Estas tierras son mías. Aquí tengo los recuerdos más valiosos de mi vida. Y no pienso vender nada y menos tenerlos cerca. Ahora árguense de mi casa.

Sin esperar respuesta, se giró y caminó hacia las escaleras.

—Escolten a mi querida familia fuera de mis tierras.

Los sirvientes que estaban fuera del despacho lo vieron salir rápido sin mirar atrás. Todos obedecieron de inmediato. La familia fue acompañada hasta el enorme portón principal.

Dionisio, solo subió directo a su cuarto, quitándose la corbata de un tirón. Se acercó al minibar de una esquina y tomó una botella de bourbon añejo. Sirvió un vaso generoso y lo bebió de un trago, sintiendo el ardor recorrerle la garganta y calentarle el pecho.

—Ahhh...mamá...papá ¿en que estaban pensando en dejarme todo esto? Esas arpías no se quedarán tranquilos.

Se dejó caer en la cama, mirando el techo mientras el alcohol comenzaba a nublarle los pensamientos unas horas después.

No sabe cuánto tiempo pasó, sólo sabe que llevaba mucho más de la mitad de la botella.

“Todo se siente vacío sin ellos…”, pensó, recordando las risas de sus padres, los días de cumpleaños, los veranos en la piscina, las fogatas de medianoche, las cabalgatas en las sprsderas. Cerró los ojos con fuerza, sintiendo un nudo de dolor y rabia.

La oscuridad ya reinaba afuera.

De pronto, un leve golpe en la puerta lo sacó de sus pensamientos. Era Trina, vestida con un camisón blanco transparente que apenas cubría sus pezones oscuros y duros. Entró sin permiso, con pasos suaves y felinos.

—Patrón, disculpe. Le traigo la cena, desayunó muy ligero y se saltó el almuerzo.

—No tengo ganas de comer...esto duele como m****a.

—Patrón… —dijo con su voz melosa—. Sé que está triste… si quiere, yo puedo… consolarlo.

Ponga la bandeja de comida a un lado.

Antes de que Dionisio pudiera reaccionar, ella dejó caer su camisón al suelo, revelando su cuerpo delgado pero curvilíneo. Sus pechos pequeños se movieron suavemente mientras caminaba hacia él. Subió a la cama, abrió sus piernas sobre sus caderas y comenzó a bajar su mano hacia su bragueta.

—Vamos, patrón… déjeme hacerlo sentir bien… —susurró, inclinándose para besarle el cuello.

Dionisio la sujetó con fuerza por los brazos y la apartó, empujándola a un lado. Su respiración era agitada, pero sus ojos estaban llenos de rabia y repulsión.

—Sal de aquí, Trina. Ahora. No pienso tomarte. Eres una niña. Soy muy viejo. Tengo 28 años y tú apenas cumpliste 19 años. Solo te veo como mi hermanita—Su voz era dura como el hierro—No vuelvas a hacer esto o me voy a enojar.

Ella abrió los ojos, herida, pero insistió, bajando la cabeza con falsa timidez mientras llevaba su mano a la cremallera de sus pantalones.

—Solo un poquito… lo prometo… lo deseo y se que me desea—dijo mientras tiraba hacia abajo, buscando su miembro para satisfacerlo y así cumplir su cometido.

Dionisio la empujó con más fuerza, haciéndola caer sentada al borde de la cama. Se levantó de un salto, tomando la botella de bourbon y salió de la habitación sin mirarla.

—Mierda...¿eres sorda?

Bajó las escaleras y salió al patio trasero, con el aire nocturno golpeándole el rostro con un frío que le dolió hasta los huesos. Caminó tambaleante, bebiendo a tragos largos mientras sus pasos lo llevaban inconscientemente hasta la cerca trasera de la hacienda.

Desde allí, podía ver la casa de los padres de Lancelot iluminada. Sus ojos se entrecerraron cuando vio a Teresa salir de la casa con un abrigo ligero. Detrás de ella, apareció Lancelot, con un pantalón de mezclilla y una camiseta blanca ajustada que dejaba ver sus brazos enormes y su pecho ancho.

—Oh...lleva otra ropa, abrá tomado una ducha—murmura Dionisio para sí mismo.

Lancelot le abrió la puerta del carro, pero Teresa lo jaló con una risa coqueta, llevándolo al granero de al lado. Dionisio sintió un temblor recorrerle todo el cuerpo. Caminó con torpesa, escondiéndose detrás de las pacas de heno y tablas viejas que separaban su hacienda de la de ellos.

Se acercó al granero y encontró una tabla mal clavada. A través de ella, pudo ver la escena con claridad.

Teresa estaba desnuda hasta la cintura, sus pechos grandes bamboleándose mientras se bajaba la ropa interior, abriéndose de piernas frente a Lancelot luego de quitarse lo que estorbaba.

—Vamos, mi vaquero… hazme tuya, tómalo —gemía ella con voz ronca.

—No deberíamos.

—Vamos, solo es un rapidito.

Lancelot la miraba con ojos oscuros, respirando agitado. Se quitó la camiseta, dejando ver su torso ancho. Su pecho se expandía con cada respiración mientras bajaba sus pantalones, dejando su enorme dureza libre y venosa.

Dionisio tragó saliva con fuerza, sintiendo su propio miembro aguantar sin control y su interior palpitando. Sus ojos no podían apartarse de esa visión. Era como ver un pecado prohibido y tentador al que solo él tiene acceso.

Lancelot la sostuvo por las caderas y la invadió de un solo empujón luego de haber sido humedecido con saliva. Teresa gimió fuerte, arqueando la espalda y agarrándose de una viga mientras él la embestía con fuerza y ​​ritmo perfecto.

Entre jadeos y gemidos, Lancelot levantó la vista y sus ojos se fijaron en la rendija. Por un segundo, su mirada se clavó en la de Dionisio, que contenía el aliento, congelado.

Teresa gimoteaba, perdida en su clímax.

—Sigue… sigue… ya casi… —gemía con desesperación.

Lancelot no se movió durante un segundo, pero luego volvió a embestirla con fuerza, clavando sus dedos en su cintura hasta que ella gritó, temblando de placer. Sus caderas se sacudían contra las de él con un sonido húmedo que a Dionisio le erizaba la piel.

Lancelot no estaba seguro de quién diablos los estaba fisgoneando.

Cuando Teresa terminó, respiraba agitada, con el cabello sudado pegado a la cara. Lancelot la apartó suavemente.

—Ahora es tu turno, bebé—dijo ella mientras se giraba a Lancelot.

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