Mundo ficciónIniciar sesiónEl camino de regreso a la hacienda fue silencioso al principio. El cielo ya estaba completamente nublado, con nubes grises flotando sobre el campo verde y el canto de los pájaros resonando entre los árboles de nogal y ciprés como si anunciaran una tormenta.
Dionisio miraba por la ventana del Jeep, con el ceño fruncido, mientras sus dedos tamborileaban sobre su muslo con impaciencia. —¿Quién diablos es esa mujercita estirada? —preguntó de pronto, sin mirarlo. Quería confirmarlo por él mismo. Lancelot parpadeó, sorprendido, y desvió la vista de la carretera de tierra para observar su perfil serio. —¿Teresa? Es...mi prometida. —Respondió con naturalidad, como si no fuera nada importante. Dionisio giró el rostro hacia él con una mirada cargada de enojo y algo más oscuro que no quiso analizar. —Pues no me importa quién sea —espetó con frialdad—. Pero que sea la última vez que la vea cabalgando en mis tierras sin mi permiso. ¿Entendido? No podía obligarlo a no tener novia o romper con ella. Quería que se lo tragara la tierra. Lancelot abrió la boca, pero la cerró al ver su expresión. Bajó la mirada al volante y asentado, obediente, como un potrillo regañado. —Hablaré con ella. No volverá a ocurrir, patrón—murmuró con voz ronca. Dionisio respiró hondo, intentando calmarse, pero un calor rabioso le subía desde el pecho hasta las orejas. ¿Por qué le molestaba tanto? No tenía derecho. Ni siquiera había podido confesarle sus sentimientos. Tal vez nunca lo haría. Aún así, la simple imagen de ella besándolo lo revolvía por dentro como un veneno lento. El resto del viaje fue silencioso. Solo el rugido del motor y el canto de los grillos se escuchaba cuando llegaron a la entrada principal de la hacienda. Pero al doblar frente al portón de hierro forjado, se encontraron con tres camionetas negras estacionadas sobre la gravilla blanca. Lancelot frunció el ceño y apagó el motor. — ¿Qué pasa aquí…? —murmuró. Dionisio presionó la mandíbula cuando vio a sus tíos bajarse, vestidos con ropa de ciudad, ya un abogado con maletín en mano, revisando papeles. —Malditos buitres… de nuevo—susurró entre dientes antes de abrir la puerta con fuerza y bajarse. —¡Dionisio, sobrino querido! —exclamó su tío Julián con una sonrisa falsa mientras abría los brazos—. Tanto tiempo sin verte, muchacho. Estás más flaco, ¿estás comiendo bien? —Hola a todos...si cuanto tiempo. Pensar que mis padres tenían que morir para que la familia se juntara de nuevo ¿Qué quieren aquí si el funeral ya pasó? —preguntó Dionisio con frialdad, ignorando sus expresiones. —Venimos por la misa que se dará en su nombre y para a hablar por el bien de todos, del legado—intervino su tía Sofía, con su elegante abrigo de zorrillo gris y gafas oscuras—. Sabemos que estás solo ahora y… bueno, la hacienda es una responsabilidad enorme. Tú eres joven, estudiaste y te criaste en Boston con tus padrinos, tu vida está allá, en la ciudad… ¿qué sabes de ordenar vacas o controlar caballos salvajes? Nosotros fuimos la mano derecha de mis cuñados. —Yo… —Dionisio abrió la boca para responder, pero el abogado alzó un sobre manila. —Traemos una oferta justa, señor Watson Larousse. Sus tíos y primos que ya han trabajado con sus padres, comprarán la propiedad y usted recibirá una gran cantidad de dinero. Ellos se asegurarán de abastecer su empresa derivados de lácteos en Boston, a través de un acuerdo, nada cambiará para usted. Seguirá viviendo cómodo y sin preocupaciones. Lancelot salió del Jeep y se colocó detrás de Dionisio, recto, imponente, con los brazos cruzados sobre su pecho ancho. Su sola presencia parecía un guardián de piedra dispuesto a aplastar a cualquiera que se acercara demasiado a su patrón. Dionisio miró a sus tíos uno por uno. Recordó cuando era niño y sus padres aún vivian. Recordó cómo nunca lo apoyaron cuando tuvo la idea, cómo cuando sus abuelos murieron y leyeron el testamento, ellos vendieron su parte de la herencia a extraños, negándose a vendersela a su padre. Ahora, al ver la prosperidad de las tierras de la hacienda Larousse, regresaban como buitres hambrientos a reclamar su presa. Tal vez para construir un hotel de campo o lucrarse con una reventa. —No estoy vendiendo nada. Además no dije que estaban invitados a la misa—respondió con la voz firme y fría como el mármol—Si eso era todo, pueden pasar a tomar café o pueden venir por donde vinieron. —Pero muchacho… —insistió su tío Julián, bajando el tono como si hablara con un idiota—. No hay mares testarudo. Tú no sabes nada de esto. Tus padres manejaban todo. Nosotros trabajábamos con ellos. Tú llevas años fuera. ¿Cómo vas a administrar una hacienda tan grande tú solo? Dionisio respiró profundamente, mirando el cielo despejado, buscando paciencia. Luego bajó la vista, clavando sus ojos miel en los de su tío. —Aprenderé. Y en cuanto a ustedes están despedidos. Es mi primera orden —dijo con una calma peligrosa—. Y si no sé, para eso tengo una gente como Lancelot a mi lado. Lancelot apenas suena, con orgullo. —Pero nosotros somos más actos. Y de seguro en su testamento nos dejaron como administradores, hasta que sepas desenvorverte. — El testamento se leerá en una semana así que pueden irse y volver ese día. Ahora, si no tienen nada más que decir, pueden retirarse de mi propiedad. No estoy de humor para negocios esta mañana. Acabo de regresar de la tumba de mis padres. El abogado miró a sus tíos con incomodidad. Sofía suspir con fastidio y se giró, dándole la espalda con un movimiento elegante. —Siempre fuiste un terco igualito a tu padre… —murmuró antes de subirse al coche. Los motores se encendieron y los vehículos se alejaron, levantando polvo sobre el camino de gravilla. Dionisio se quedó quieto, mirando el portón cerrado, con el corazón latiéndole fuerte en el pecho. Sintió la mano cálida de Lancelot posarse sobre su hombro. Su palma grande y áspera le transmitía calor y seguridad. —Hiciste bien, patrón —dijo él con voz suave, su aliento rozándole la oreja—. No se los vendan nunca. Esa gente vino antes con otras caras exigentes. Estoy seguro de que no les temblaría el pulso para despedir a todos. Dionisio no respondió. Solo ascendiendo, con un nudo de rabia, miedo y celos ardiéndole en la garganta. Definitivamente se había despertado con el pie izquierdo. Dionisio entró a la mansión, subió las escaleras con pasos pesados, sintiendo el cansancio acumulado de la noche sin dormir, el amanecer frío y la rabia contenida tras la visita de la novia de Lancelot y la de sus tíos. Empujó la puerta de su habitación, cerrándola con un golpe suave. El silencio se sintió como un abrazo asfixiante. Con movimientos lentos y mecánicos, se desabrochó la camisa blanca, revelando su torso delgado pero marcado, y la arrojó sobre el respaldo de un sillón de cuero junto a la ventana. Se quitó los jeans, dejándolos en el suelo, y caminó desnudo hasta el baño de mármol y roble. Abró la ducha y dejó que el agua caliente cayera sobre su cabeza, resbalando por su cuello y espalda, relajándole los músculos tensos. Cerró los ojos, apoyando las manos en la fría pared de azulejos, sintiendo el vapor envolverlo como un velo húmedo. Por unos segundos, solo escuchaba el golpeteo del agua y su respiración agitada. “Maldita sea…”, pensó, recordando el beso de esa mañana, los suaves labios de Lancelot, su rostro de asombro, su obediencia silenciosa. Un escalofrío le recorrió el cuerpo entero. Se dio cuenta de que su miembro comenzaba a soportarcerse con esa imagen, pero rápidamente lo ignoró, cerrando el grifo con brusquedad y saliendo hasta la habitación totalmente desnuda. Se seca el cabello con una toalla, frotándolo con fuerza, cuando escuche un leve sonido y el crujido de la madera al abrirse la puerta. Dionisio al llegar a la habitación se quedó petrificado. -Patrón…? —La voz dulce y melosa de Trina, la sirvienta joven, rompió el silencio mientras colocaba la ropa de un cesto en la cama. Dionisio bajó la toalla de su cabeza hasta su entrepierna y la miró, desnudo, con gotas resbalando por su pecho y abdomen. Trina se quedó quieta, sus ojos oscuros recorriéndolo de arriba abajo con descaro. Tenía el rostro enrojecido, pero no apartaba la mirada. Era menuda, con curvas pronunciadas bajo el vestido azul de algodón que usaban las criadas, y el cabello lacio recogido en un moño bajo. —D-disculpe, patrón… —balbuceó, pero no salió—. Solo… lo escuché bañar y quería prepararle la ropa. En vez de girarse o huir avergonzada, dejó la ropa sobre la cama y se quedó allí, mordiéndose el labio inferior. Sus manos temblaban ligeramente mientras jugaba con los botones de su uniforme. —Yo… —dijo con voz suave y cargada de falsa timidez—. Si… si usted quiere… patrón… puedo… consolarlo. Se que estaba en el cementerio y ha de estar destrozado. —Bajó la mirada, abriendo un botón de su vestido, revelando parte de su sostén blanco y su escote apretado—. Sé que está de luto… pero a veces un hombre necesita desahogarse… y yo… yo puedo hacerlo sentir bien. Dionisio la miró fijamente, totalmente desconcertado. Sintió un vacío frío en el estómago. Su pecho subía y bajaba con lentitud mientras su mente corría a mil por hora. No quería humillarla. No quería que sospechara nada sobre su inclinación o preferencias. Pero tampoco quería acostarse con ella. Entonces, con un suave suspiro, esbozó una media sonrisa cargada de cinismo. Dio un paso hacia ella, acercándose lo suficiente como para que pudiera oler su jabón fresco y sentir el calor de su cuerpo desnudo. La miró con esos ojos miel que tantas mujeres habían deseado. —Eres… muy linda, Trina —dijo con voz baja y ronca, finciendo un tono lascivo mientras dejaba que su mirada recorriera su cuerpo—. Pero estoy de luto. No es momento para eso. Además te veo como mi hermanita. No podría tocar un pelo de tu cabeza. Ella abrió los labios, sorprendida, pero no retrocedió. Su respiración se agitó mientras sus mejillas ardían aún más. No le importaba como la viera siempre y cuando la viera como una mujer. —P-perdón, patrón… solo quería… ayudar. Estoy disponible para cuando quiera. -Perder. —Dionisio alzó su mano y con suavidad le acarició la mejilla, dejando que creyera que la tocaba con deseo—. Pero vístete bien, arregla tu uniforme y sal de mi habitación. Cuando tenga... "deseos", seré yo quien te llame ya sea para una mamada o una cojida. Trina tragó saliva, asintiendo rápido. Se abotonó el vestido con manos temblorosas, bajó la mirada y salió casi corriendo, dejando la puerta entreabierta tras ella. Dionisio se quedó allí, mirando su reflejo en el espejo grande frente a la cama. Vio su propio cuerpo desnudo, su miembro dormido y su pecho subiendo y bajando con furia contenida. “Patético…”—pensó, dejándose caer sentado al borde de la cama. Se inclinó hacia adelante, entrando el rostro entre sus manos. Podría tener a cualquier mujer de la hacienda. Cualquiera. Pero su cuerpo y su mente solo ardían por un hombre que no le pertenecía. Un potro salvaje que jamás podría domar y que tal vez lo rechazaría al instante.






