La claridad del sol de la mañana se mezclaba con las cortinas, suave y dorado, iluminando el desastre de la habitación: las sábanas estaban arrugadas, la ropa desperdigada por el suelo y el olor a pasión impregnando cada rincón.
Lancelot abrió los ojos primero, su cuerpo aún se sentía cansado, pero feliz, como si después de mucho tiempo por fin hubiera soltado un peso enorme. Giró la cabeza y lo vio.
—Mi pequeño potro está echo un desastre—murmura.
Dionisio dormía a su lado, desnudo como un bebé bajo las sábanas limpias que Lancelot había cambiado con cuidado antes de dejarse caer rendido. El cuerpo de Dionisio hablaba por sí solo: los chupones en su cuello y hombros, las marcas rojas de sus uñas en la espalda, y los besos ardientes de la noche pasada pintados en su piel como un mapa secreto que solo él podía ver.
— ¿Qué voy a hacer contigo, pequeño demonio?
Lancelot tragó saliva. Con la yema de los dedos, recorrió el contorno de esos labios carnosos, aún hinchados de tanto ser besado