—Ya bájate que pesas.
—Solo un momento más.
La respiración pesada llenaba la habitación. El sudor en sus pieles formaba un brillo húmedo bajo la luz que entraba por la ventana. Lancelot permanecía encima, pero ya sin la furia de antes. Solo lo sostenía, abrazado, con la frente pegada al cuello de Dionisio.
El cuerpo de Dionisio temblaba. No sabía si por el cansancio, por la vergüenza, o porque todavía sentía en su interior el calor del hombre que lo había invadido dos veces en menos de doce horas.
—Suéltame ya… —susurra con voz ronca, todavía con lágrimas secas en las mejillas.
Lancelot no se mueve, solo lo envuelve más fuerte.
—¿Para qué? —pregunta tranquila—. Si al final siempre vuelves a buscar mis brazos. Mejor nos quedamos así y listo.
Dionisio aprieta los dientes y gira la cara hacia la almohada, queriendo hundirse en ella.
—Deberías irte… —musita, casi sin aire.
—Me iré, sí —responde Lancelot, separándose un poco para mirarlo a los ojos—. Pero no como piensas.
Dionisio lo mira,