La ducha estaba abierta al tope, con el agua golpeando la piel de ambos, borrando la espuma del jabón y dejando al descubierto cada músculo tenso.
Lancelot lo giró con brusquedad, pegándolo contra la pared de azulejos, mojándose también, y comenzó a tallarle la espalda con unas manos firmes. Pero Dionisio, borracho y vulnerable, se frotaba contra él como si buscara incendiarlo más con cada roce. Su trasero se restregaba sin pudor, arrancándole a Lancelot un jadeo que mordió entre dientes.
—Detente, Dionisio… no busques lo que no se te ha perdido—gruñó él, cerrando los ojos, como si con eso pudiera arrancar el deseo que lo consumía—. Estás borracho.
El joven lo miró con esos ojos tristes, vidriosos, cargados de súplica. Se aferró a su cuello, poniéndose de puntillas, pegando su frente a la de él.
—Solo una vez… —murmuró, con un hilo de voz que sonaba a súplica y desafío al mismo tiempo—. Solo métela una vez, por favor… la puntita.
El corazón de Lancelot dio un vuelo. Sus manos se aferr