El grupo descendía lentamente por la ladera que bordea el Cañón del Olvido, con la piel cubierta de polvo seco y el cuerpo marcado por la reciente batalla. Los pies dolían, los estómagos gruñían. Hasta los lobos jadeaban con la lengua fuera. Habían conseguido el tercer fragmento del sello, pero les había costado energía, sangre y lágrimas.
Kal, al frente, levantó la mano.
—Acamparemos aquí.
Un claro rodeado de piedras lisas se abría cerca de un pequeño riachuelo que serpenteaba entre juncos y flores bajas. El sonido del agua corriendo era lo más parecido a un susurro de paz que habían escuchado en días. La luz del sol se filtraba a través de las copas de los árboles, teñida de dorado cálido. Un viento suave agitaba las hojas, como si la naturaleza misma quisiera agradecerles por haber resistido.
—Los hombres lobo saldremos de caza —anunció Kal mientras estiraba los hombros—. Si hay algo en este bosque, lo encontraremos. Comida caliente para todos antes del anochecer.
Algunos guerreros