Elzareth apenas había dormido, su alma seguía vibrando con la resonancia de los combates vividos. Afuera, el castillo aparecía cubierto de cenizas brillantes, restos del heraldo destruido y del polvo arcano dejado por los demonios del Vacío. No quedaban cuerpos, ni huellas. Solo el silencio denso que sigue a una catástrofe apenas contenida.
Drak la observaba desde el alféizar. Había insistido en quedarse con ella esa noche. No como amante, sino como guardián y compañero. Aún conservaba polvo de sombra en las manos, heridas en el pecho y los ojos encendidos por la batalla, pero no había querido alejarse. Había sentido en los huesos que aquello no era el final… sino apenas el principio.
—¿Estás herida? —preguntó en voz baja, sin mirarla directamente.
—No físicamente —respondió ella, cubriéndose con una túnica nueva—. Pero algo cambió. No lo siento igual. El mundo… me parece más frágil ahora.
Drak se volvió hacia ella, su expresión más seria que de costumbre.
—No es el mundo lo que cambi