Fue un sonido lo que despertó a Drak. Un chapuzón suave. Abrió los ojos lentamente y se incorporó, guiado por una intuición intensa. Se acercó sigilosamente al borde del lago. Entonces la vio.
Allí estaba ella.
Sentada en una roca junto a la orilla, desnuda, con los pies sumergidos en el agua. Su cabello era largo, negro y brillante como la noche sin luna, cayendo en una cascada lujosa por su espalda. Su piel era de un tono caramelo cálido, tersa y luminosa, y sus ojos —cuando los vio después— eran de un ámbar profundo, como oro líquido atrapado en cristal. Era casi tan alta como él; Drak supuso que apenas la sobrepasaba por unos diez centímetros, y su cuerpo era fuerte y femenino a la vez, con curvas marcadas y una presencia que irradiaba poder.
Al inclinar la cabeza hacia atrás, su melena se deslizaba revelando su espalda perfecta, sus caderas generosas y unos hoyuelos en la parte superior de sus glúteos que le hicieron contener el aliento. La imagen quedaría grabada en la mente del