Valeria no pidió permiso.
Pidió tiempo.
Se lo dijo de frente, sin rodeos, sin lágrimas, sin dramatismos. Lo hizo una mañana, en la oficina, cuando Adrian la citó con la excusa de un informe que ninguno de los dos tenía intención real de revisar.
—Necesito alejarme —dijo ella—. De ti. De la empresa. De todo esto.
Adrian levantó la vista lentamente.
—¿Alejarte cuánto?
—Unas semanas. Vacaciones reales.
—Hizo énfasis en la palabra—. Sin llamadas. Sin visitas. Sin escenas de celos. Sin vigilancia. Sin contratos respirándome en la nuca.
El silencio que siguió fue espeso.
—Quiero ver a mi familia —continuó—. Dormir sin miedo. Pensar. Decidir.
Lo miró a los ojos—. Si no puedes darme eso… entonces no me queda nada aquí.
Adrian cerró los dedos sobre el borde del escritorio.
Era la primera vez que Valeria no le pedía algo desde la necesidad, sino desde la dignidad.
—Acepto —dijo finalmente—. Dos semanas.
Ella parpadeó, sorprendida.
—Pero mientras dure el contrato —añadió él—, sigues siendo mía.