El amanecer se filtraba por las cortinas como un intruso silencioso, dibujando sombras alargadas sobre el suelo de madera. Eva se contempló en el espejo del baño, apenas reconociendo su propio reflejo. Sus mejillas, antes sonrosadas, habían adquirido una palidez fantasmal. Las ojeras violáceas bajo sus ojos parecían dos medias lunas oscuras, testigos de un cansancio que iba más allá de lo físico.
Apoyó las manos en el lavabo para sostenerse. El mareo había regresado, más intenso que nunca. Ya no eran simples episodios aislados; era una constante, como si la vida se le escapara gota a gota.
—Solo necesito descansar —murmuró para sí misma, pero la mentira sonaba hueca incluso en sus propios oídos.
Sabía perfectamente lo que necesitaba. O más bien, a quién.
Lucian observaba la ciudad desde la ventana del apartamento cuando escuchó el golpe seco. Corrió hacia el baño y encontró a Eva en el suelo, intentando incorporarse con dificultad.
—¡Eva! —exclamó, arrodillándose junto a ella.
La leva