La niebla se arrastraba por las calles como dedos fantasmales, acariciando los edificios y envolviéndolo todo en un manto grisáceo. Eva observaba desde la ventana del apartamento de Lucian cómo la ciudad parecía haberse sumido en un letargo antinatural. Las farolas apenas lograban penetrar aquella bruma espesa, creando halos difusos que más bien parecían ojos vigilantes en la oscuridad.
—Nadie sale ya después del anochecer —murmuró, apoyando la frente contra el cristal frío—. Es como si todos lo supieran.
Lucian se acercó por detrás, manteniendo una distancia prudencial. Desde aquel beso que había desatado todo, cada contacto entre ellos parecía cargado de electricidad peligrosa.
—Lo sienten —respondió él—. Aunque no lo entiendan, su instinto les advierte que algo no está bien.
Eva cerró los ojos. Las noticias locales hablaban de una epidemia de pesadillas, de niños que despertaban gritando sobre sombras en las esquinas de sus habitaciones, de mascotas que huían de sus hogares. La ciu