El espejo no mentía. Eva se inclinó hacia su reflejo, estudiando los cambios sutiles pero innegables en su rostro. Sus pómulos parecían más definidos, su piel más pálida, casi translúcida bajo la luz del baño. Pero eran sus ojos los que la aterraban: un anillo dorado comenzaba a formarse alrededor de sus pupilas, como si algo ajeno estuviera reclamando territorio en su propio cuerpo.
Abrió el grifo y se salpicó agua fría en el rostro, intentando calmar el ardor que sentía bajo la piel. El agua goteaba por su barbilla cuando levantó la mirada nuevamente. El reflejo seguía siendo ella, pero también algo más.
—No estoy enferma —susurró a su imagen—. Estoy cambiando.
El hambre la había despertado a las tres de la madrugada. No era un hambre normal; era una sensación abrasadora que subía desde su estómago hasta su garganta, como si hubiera tragado brasas ardientes. Había devorado tres manzanas, un yogur y media barra de pan, pero la sensación persistía, burlándose de sus intentos por sacia