El desierto se extendía ante nosotros como un océano de arena dorada. El sol castigaba sin piedad mientras avanzábamos por el terreno irregular, cada paso más pesado que el anterior. Marcus caminaba delante de mí, su silueta recortada contra el horizonte ondulante por el calor. Observé su espalda ancha, la forma en que sus músculos se tensaban bajo la camiseta empapada de sudor, y sentí una punzada de algo que no quería nombrar.
Odio. Tenía que ser odio.
—Necesitamos descansar —dijo, deteniéndose abruptamente y girándose hacia mí—. El próximo pueblo está a unos cinco kilómetros. No llegaremos antes del anochecer.
Asentí, demasiado agotada para discutir. Nos refugiamos bajo la sombra escasa de unas rocas. Marcus sacó la cantimplora y me la ofreció primero. Nuestros dedos se rozaron durante el intercambio, y retiré la mano como si me hubiera quemado.
—Bebe despacio —me advirtió, con esa voz grave que parecía vibrar en mi interior.
—Sé cómo beber agua, Blackthorne —respondí con más durez