La confianza es como el cristal. Transparente, frágil, y una vez roto, imposible de reparar sin que queden cicatrices visibles. Siempre creí que mi fortaleza residía en no necesitar a nadie, en mantener mis muros altos e impenetrables. Pero ahora, tendida en esta cama improvisada, con cada músculo de mi cuerpo protestando ante el más mínimo movimiento, entendí que la verdadera vulnerabilidad no está en confiar, sino en pretender que podemos sobrevivir solos.
El amanecer se filtraba por las rendijas de la persiana desvencijada. Habían pasado tres días desde nuestro escape, tres días en los que Marcus apenas se había separado de mi lado, cambiando vendajes, administrando analgésicos y vigilando mi fiebre con una dedicación que me resultaba perturbadora.
—Necesitas comer algo —dijo, entrando a la habitación con un cuenco humeante.
—No tengo hambre.
—No te pregunté si tenías hambre, Elena. Te dije que necesitas comer.
Su tono autoritario me irritó, pero no tenía fuerzas para discutir. Me