La alerta había incendiado la manada entera.
Apenas Dorian sacó a Amelia de la casa del alfa, los aullidos comenzaron a propagarse por el bosque como relámpagos, uno tras otro, avisando el inminente ataque. El aire vibraba con adrenalina y tensión; las ramas crujían; la tierra temblaba bajo las carreras de los guerreros.
Dorian la llevó hacia el refugio subterráneo, diseñado para proteger a los miembros vulnerables durante incursiones enemigas.
Pero Amelia no era vulnerable.
Eso era lo peor.
—Dorian, yo puedo ayudar —insistió, intentando soltar la muñeca que él sujetaba.
—No mientras el alfa te quiera lejos del campo —replicó él con voz firme.
La forma en que lo dijo le atravesó el pecho como un dardo.
El alfa te quiere lejos.
No la manada.
No la estrategia.
El alfa.
Y sin embargo, en la mirada de Dorian no había sospecha, solo una obediencia ciega al liderazgo de Kael.
Porque solo Kael sabía la verdad.
Solo él sentía lo que ella sentía.
Solo él ardía con ese mismo tirón insoportable.