Amelia recordaba la primera vez que había tomado la mano de Dorian. Eran apenas unos niños, corriendo por el bosque detrás de las luciérnagas, y ella se había tropezado con una raíz. Él la levantó sin dudarlo, con ese gesto torpe pero firme que terminaría marcando toda su vida. Desde entonces, Dorian había estado a su lado como una constante silenciosa, siempre atento a sus caídas, siempre dispuesto a levantarse con ella.Con los años, esa cercanía se convirtió en algo más profundo. Cuando cumplió quince años, los ancianos formalizaron lo que todos daban por hecho: Amelia y Dorian estaban prometidos. La noticia la hizo sonrojarse, aunque en su interior sintió alivio. Nadie más podía ocupar ese lugar. Dorian era más que su mejor amigo; era su refugio.En los entrenamientos, Amelia solía lanzarse con energía, siempre buscando superar sus límites. Dorian, en cambio, entrenaba con disciplina calculada. Si ella caía exhausta al suelo, él se agachaba a su lado con una sonrisa paciente.—Sie
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