Al día siguiente, Coromoto decidió que debía hacer algo. No podía seguir viviendo en esta mentira. Quería salvar su familia, sí, pero no a costa de su dignidad, de su alma.
La imagen de su hijos, inocentes y ajenos a la tormenta que se desataba a su alrededor, la impulsó a tomar una decisión: confrontar a William, enfrentarse a la traición de una vez por todas. Ya no podía seguir guardando silencio, ni seguir soportando el desprecio y el dolor que él le causaba. Sin embargo, esa misma noche, mientras caminaba por la casa, con el corazón acelerado y las palabras ya formándose en su mente, recibió una llamada inesperada de Claudia. La voz de su amiga, tan tranquila y serena como siempre, la interrumpió justo cuando estaba a punto de llamar a William para encarar la verdad. —Coromoto —dijo Claudia con suavidad—, sé que estás pasando por un momento difícil. Y quiero que sepas que no estás sola. Pero también sé que lo que estás sintiendo no es sólo el dolor de la traición, es el miedo de perder todo lo que has construido. Coromoto quedó en silencio, escuchando las palabras de Claudia, que parecían penetrar su alma como un bálsamo, y al mismo tiempo, una nueva perspectiva comenzó a germinar en su interior. Claudia, en lugar de negar o minimizar lo sucedido, le ofreció una visión diferente: que su verdadero enfrentamiento debía ser con William, no con ella. —Lo que has vivido con él no tiene justificación —continuó Claudia—. Él es el que te debe respeto, no yo. Y tú mereces la verdad, no solo de mí, sino de él. Es hora de que confrontes esa parte de tu vida que te está destruyendo, pero no lo hagas desde el rencor o el deseo de venganza. Hazlo desde el deseo de ser libre, de tomar el control de lo que queda de ti. Las palabras de Claudia la hicieron vacilar. A pesar de que ella misma era parte del engaño, la amiga le había mostrado una forma de abordar la situación que no estaba impregnada de ira ni resentimiento, sino de una liberación que Coromoto necesitaba. Claudia, sin quererlo, la hizo entrar en razón, evitándole un problema aún mayor, una confrontación en la que solo perdería más de lo que ya había perdido. Coromoto decidió esperar un momento más. La confrontación, aunque necesaria, debía ser realizada de manera que no la destruyera por completo. No sería una pelea con Claudia, sino con el hombre que compartía su vida y que había traicionado su confianza de la manera más cruel. Y esa noche, Coromoto sintió que, por primera vez en mucho tiempo, tomaba las riendas de su vida. Pasaron días y días sin que William hiciera el mínimo esfuerzo por acercarse o intentar remediar lo que había roto. Coromoto había dejado de esperar gestos de arrepentimiento, y en su interior, las palabras de Claudia seguían resonando. Era William quien debía enfrentarse a la realidad de lo que había hecho. Finalmente, un jueves por la tarde, cuando el sol comenzaba a ponerse, William llegó a casa. Coromoto estaba sentada en el comedor, observando las noticias en la televisión, aunque su mente estaba lejos de allí, sumida en pensamientos que iban más allá de lo cotidiano. Fue él quien rompió el silencio con un “hola” casi vacío de emoción, como si nada hubiera cambiado. Coromoto no respondió de inmediato, y durante algunos segundos, ambos se quedaron en silencio, como dos extraños en una habitación demasiado pequeña. Ella lo miró por primera vez en semanas, sintiendo cómo su corazón latía con fuerza, llena de una mezcla de dolor, rabia y determinación. Finalmente, fue ella quien rompió el hielo. —William —dijo, con la voz más firme de lo que jamás imaginó que podría tener—, necesito que hablemos. Ya no puedo seguir viviendo en esta mentira. Ya no puedo seguir ignorando lo que ha estado pasando. William levantó la vista, sorprendido por la seriedad de sus palabras. Algo en su rostro, que hasta entonces había permanecido impasible, pareció cambiar. Aparentó ser consciente de que lo que iba a suceder no podría eludirse. —¿De qué hablas? —preguntó con una ligera sonrisa, como si todavía intentara restarle gravedad a la situación. Coromoto respiró hondo, sintiendo que, a pesar de todo el dolor, estaba tomando el control. Las palabras que siguieron fueron simples, pero contundentes. —Sé lo que ha estado pasando entre tú y Claudia. No me hace falta más. —Su voz tembló por un instante, pero se mantuvo firme—. Tú y yo hemos llegado a un punto donde ya no podemos seguir ignorando la verdad. Tú me debes respeto. Y yo me debo respeto a mí misma. William abrió los ojos un poco más, como si el peso de sus acciones le cayera de repente. Coromoto podía ver en su rostro algo que no podía identificar bien: culpa, vergüenza o algo peor, pero al final, la falta de palabras de él fue lo que le habló con mayor claridad. En lugar de reaccionar como ella había imaginado, William permaneció en silencio, evitando el contacto visual, incapaz de defender sus acciones. Y mientras el tiempo parecía detenerse, Coromoto entendió algo fundamental: la verdad ya no necesitaba ser dicha con palabras hirientes, pues la verdad de lo que había pasado estaba en sus ojos y en su ausencia de respuestas. En ese momento, Claudia entró en la habitación, como si hubiera estado esperando el momento perfecto para intervenir. Coromoto la miró por un instante, antes de que ella se acercara, como si todo fuera parte de un guion que ya estaba escrito. Claudia, al ver la escena, no dijo nada, pero sus ojos transmitieron una mezcla de entendimiento y arrepentimiento. Finalmente, Coromoto entendió que la verdadera batalla no era con Claudia, ni siquiera con William, sino con la versión de ella misma que había permitido tanto dolor. Y a pesar de la traición, a pesar de todo lo que había sucedido, había algo en su interior que le decía que aún podía ser fuerte. Claudia, en lugar de escapar o defenderse, se acercó a ella y, con una mirada compasiva, la abrazó. Coromoto no pudo evitar sentirse, por un breve momento, como si no estuviera sola. Y así, a pesar de la tormenta interna que la sacudía, las dos amigas siguieron adelante, con la certeza de que el vínculo que compartían aún podía sanar, aunque las cicatrices de la traición nunca desaparecerían.El día de Coromoto comenzó antes de lo habitual. Decidió salir de su casa más temprano de lo que estaba acostumbrada, con la intención de encontrarse con sus amigas antes de entrar al hospital, donde trabajaban en el área de limpieza. William y los niños seguían dormidos cuando ella se despidió con un beso en la frente de sus hijos.Al pasar por la puerta de la habitación de su esposo, no pudo evitar detenerse. Lo observó dormir profundamente, y una inquietante pregunta cruzó por su mente: ¿Cómo era posible que un hombre tan tierno en sueños pudiera convertirse en una bestia cruel cuando despertaba? ¿Acaso ya no la amaba? ¿O nunca la había amado realmente? Se preguntó en un profundo silencio, mientras la oscuridad de la madrugada envolvía la casa. El único sonido que rompió el silencio fue un suspiro que escapó de sus labios.Al llegar al hospital, sus amigas ya la estaban esperando, como siempre. Era casi un ritual, una promesa no escrita de entrar juntas al turno. Pasaron varios mi
Coromoto nunca imaginó que algo tan simple como un “hola” podría alterar el curso de su vida. Después de años de vivir atrapada en la oscuridad de una relación rota, marcada por la traición y la violencia emocional, el destino le tendió una mano cuando menos lo esperaba. Todo comenzó en un día cualquiera, en un ascensor común, pero el impacto de ese encuentro perduraría para siempre.El hospital donde trabajaba como limpiadora ya no era para Coromoto un lugar lleno de vida, sino más bien un espacio gris, oscuro, donde las horas parecían desdibujarse y fusionarse en una rutina monótona. Había dejado de soñar con algo mejor, pues el peso de su matrimonio con William la había sumido en una especie de letargo emocional. La mujer que alguna vez fue vibrante, llena de esperanza y amor, ahora parecía ser solo una sombra de sí misma, caminando en un mundo que la ignoraba, que la hacía invisible.Sin embargo, ese día algo cambió.Coromoto había terminado su jornada, cansada, con el cuerpo
Coromoto trató de mantener la calma, pero sus amigas no tardaron en notar el cambio. Desde que Ángel había llegado a su vida, todo en ella parecía brillar con una nueva luz. Su rostro, antes marcado por la rutina y las preocupaciones, ahora estaba adornado con una sonrisa que no la dejaba en paz. Aquella energía contagiosa que emanaba de ella resultaba imposible de ocultar. Sus ojos, más vivos que nunca, reflejaban una alegría difícil de disimular.Patricia y Paola, siempre observadoras y curiosas, pronto comenzaron a sospechar que algo, o más bien, alguien, estaba detrás de esa transformación. La intriga se convirtió en un juego silencioso entre ellas y los pequeños detalles no pasaban desapercibidos: el suspiro al final de la jornada, las risas a media tarde, esos pequeños gestos de Coromoto que hablaban más de lo que ella deseaba admitir.“¿Quién es él?”, preguntó Paola una tarde, mientras ambas observaban a su amiga recoger unos papeles en la mesa. Su tono era suave, pero su
Coromoto caminaba con paso firme por las mismas calles grises que siempre había recorrido, pero algo había cambiado en ella. Ya no era la misma mujer que se deslizaba por la vida sin energía, sin esperanza, atrapada en su propio dolor. Ahora, algo en su interior comenzaba a latir con fuerza. Ángel había encendido una chispa que, aunque aún pequeña, brillaba en su corazón. Cada encuentro con él le recordaba lo que había olvidado: que había vida más allá del sufrimiento, que el amor aún era posible.Al principio, todo había comenzado con pequeños gestos: Un café compartido, una sonrisa sincera, una conversación ligera. No había promesas, solo momentos de conexión que, poco a poco, la hicieron sentir que, tal vez, merecía algo más que la monotonía de su vida con William. Ángel no la veía como la mujer rota que había sido, sino como una mujer que aún podía ser feliz, que aún tenía algo que ofrecer al mundo. Y eso, para Coromoto, era una revelación.Los días pasaron rápidamente, y el
Cada mañana, Coromoto y Ángel se encontraban con puntualidad casi religiosa en una esquina cercana a la casa de Coromoto. Era una pequeña parada antes de dirigirse al hospital, el lugar donde ambos trabajaban. La casa de Coromoto quedaba justo a la vuelta de la esquina, y aunque el hospital no estaba lejos, el amor por el que ambos luchaban, aunque callado, ya era lo suficientemente fuerte como para convertir esas primeras horas del día en su pequeño refugio. Las horas dentro del hospital eran rápidas, pero la salida nunca garantizaba que pudieran verse. El trabajo extra de Coromoto en la pizzería, las responsabilidades familiares, las llegadas intempestivas de su esposo William… todo conspiraba en su contra. Sin embargo, la oscuridad de las primeras horas de la mañana parecía entenderlo todo y actuaba como cómplice. permitiendo que sus miradas y sonrisas se encontraran sin ser vistas por nadie.Pero cada vez era más difícil ocultarlo. Las sonrisas, los susurros, esos pequeños gesto
El sol de la tarde caía suavemente sobre la ciudad, iluminando las calles tranquilas que rodeaban la casa de Coromoto Ese día, no solo Ángel había hecho una nueva amiga en Patricia, sino también en Paola. Cuando se cruzaron por primera vez, no fue necesario dijera nada. Patricia, con su característico modo de ser, era probable que ya le había dicho no solo que había hablado de Ángel, sino que seguramente le había contado todo lo que debía saber. Sin embargo, el nerviosismo de él seguía palpable mientras se encontraba frente a Paola.La señora lo observaba con detenimiento, buscando alguna señal, algún detalle que pudiera confirmar sus intuiciones.—¿Te incomoda que te observe? —preguntó Paola, rompiendo el silencio con una sonrisa amigable, pero algo desafiante en su mirada.Ángel, un tanto sorprendido, se encogió de hombros. —No… es solo que no estoy acostumbrado a que me miren tan fijamente.Paola asintió lentamente, como si estuviera evaluando cada palabra que Ángel decía. —No es
Los días siguieron su curso, arrastrando consigo las horas en una rutina que, por primera vez en mucho tiempo, parecía no ser tan pesada para Coromoto. Aunque las calles continuaban grises, el sol, aunque tímido, comenzaba a asomarse en su vida de una manera distinta. Cada mañana, al despertar, la imagen de Ángel aparecía en su mente como una chispa de luz que la impulsaba a salir de la cama, a vestir una sonrisa nueva que no podía dejar de mostrar. Se sentía diferente, más radiante, como si la compañía de Ángel hubiese comenzado a reconstruir lo que el tiempo había deteriorado en ella.Ángel y ella habían creado un lazo único, uno que no se podía explicar con palabras. Era como si se conocieran de toda la vida, como si sus almas ya se hubieran encontrado mucho antes de ese primer encuentro en el hospital. En su presencia, Coromoto comenzaba a sentirse menos pesada, menos atrapada en la oscuridad de su propio ser. Sus risas, compartidas entre tareas cotidianas y charlas ligeras, tenía
Ángel había fallado por primera vez a su ritual sagrado de cada mañana de encontrarse con Coromoto a las 6:30, en la esquina de su casa antes de ir al hospital, ese punto que ya tenía marcado en el mapa de su rutina. Durante meses, su encuentro a esa hora había sido una constante, un respiro antes de que la jornada comenzara a consumirlos, Pero esa mañana, la distancia y los imprevistos lo habían retrasado. Las fuerzas mayores, las complicaciones del día a día, lo habían mantenido atrapado en el tráfico, mientras el reloj avanzaba sin piedad.Le envió un mensaje, pero Coromoto no lo vio a tiempo. No podía llamarla. No sabía si estaba con William, si ya había salido, o si estaba esperando en su lugar, como siempre.El tiempo apremiaba y el estrés comenzaba a apoderarse de él. Al llegar al hospital, solo pudo avanzar hasta la entrada, donde las luces frías de los pasillos lo saludaban. Eran casi las 8:15. Saca su teléfono y marca el número. Esperaba que al menos escucharla, sentir