El sol de la tarde se filtraba a través de las cortinas de la sala, cubriendo el suelo con una luz cálida que apenas lograba penetrar la frialdad que habitaba en los corazones de los que compartían la casa. Coromoto se encontraba sentada en el sofá color rojizo, mirando la fotografía de su familia sobre la mesa. William, en la imagen, sonreía con su característica expresión de confianza, y Claudia, su mejor amiga, estaba a su lado, sosteniendo a su hijo pequeño en brazos, su rostro irradiando la bondad que siempre había creído que existía en ella.
Habían pasado semanas desde que había descubierto, de manera indirecta, el romance entre su esposo y su amiga. El peso de la traición le quemaba en el pecho, y aunque su mente le exigía confrontar la realidad, sus labios no podían articular las palabras que pudieran desgarrar la fachada de su vida. “¿Cómo llegamos aquí?”, se preguntaba una y otra vez, mientras observaba esa imagen, que ahora se sentía lejana, como si perteneciera a una vida ajena. La relación con William había cambiado de manera drástica. El hombre que alguna vez había sido el amor de su vida ahora se comportaba como un extraño en su propio hogar. Los silencios se volvieron insoportables, y las interacciones que antes estaban llenas de risas y complicidad, ahora eran cortantes y cargadas de una tensión palpable. Él ya no la miraba de la misma manera, como si algo, o mejor dicho, alguien más lo tuviera atrapado en una red de emociones y deseos que ella no podía comprender. Ella, a su vez, se mantenía en una constante lucha interna, tratando de equilibrar su dolor con el deseo de no perderlo todo. Era un dilema, uno tan doloroso como la sensación de ser traicionada por aquellos que más amaba. El amor por su familia y por sus hijos la mantenía en esa zona gris, donde se convirtió en una espectadora de su propia vida, viviendo un sufrimiento solitario mientras la realidad se desmoronaba a su alrededor. No podía permitir que sus hijos crecieran en un hogar roto, no podía ser una mujer que, al final, abandonara todo lo que había construido por una traición. Y sin embargo, el dilema la atormentaba con cada respiración. ¿Podría seguir viviendo así? Los días transcurrían lentamente, y la violencia en su hogar se intensificaba. Ya no eran solo los silencios y las miradas frías lo que marcaban la relación con William, sino también los gritos y las discusiones acaloradas. Había veces que se sentía atrapada, completamente a merced de un hombre que ya no parecía ser el mismo. Y las palabras que más la herían no venían de él, sino de su amiga Claudia, quien se mantenía cerca de ella, fingiendo que todo seguía igual, mientras con cada gesto, cada mirada, le recordaba el vínculo ilícito que compartía con su esposo. Claudia había sido su confidente, como una compañera de toda la vida. Había sido ella quien la consolaba cuando Coromoto se sentía sola, quien le ofrecía un hombro para llorar. Había sido su amiga en los momentos más difíciles. Y ahora, ese mismo ser que había sido su pilar en los momentos de debilidad, se había convertido en la misma traidora que había destrozado su mundo. Pero lo peor era que Claudia seguía ahí, como si nada hubiese cambiado. Seguía siendo esa amiga que le contaba sus secretos y se reía de sus bromas, mientras, en el fondo, sabía que su propia traición era la causa de su sufrimiento. Coromoto se sentía atrapada entre dos mundos: uno en el que debía conservar la apariencia de una familia feliz y otro en el que la verdad la devoraba por dentro. Cada día, al mirarse al espejo, se encontraba con una mujer que no reconocía, una sombra de sí misma que luchaba por mantener la compostura mientras todo a su alrededor se desmoronaba. Una tarde, después de un tenso desayuno, Coromoto se encontró con Claudia en el parque, como era habitual. Claudia le sonrió con esa expresión que siempre había tenido, tan amable y cálida, como si no hubiera nada fuera de lugar. Era como si ella no supiera el dolor que se estaba desbordando en el alma de su amiga, o quizás, como si no le importara. —¿Cómo te encuentras, Coromoto? —preguntó Claudia, tomando su brazo con ternura. Coromoto sonrió débilmente, sabiendo que lo que tenía en su corazón no podía ser dicho con simples palabras. Pero, en su interior, una tormenta se desataba. ¿Cómo podía Claudia mirar a sus ojos y seguir sonriendo mientras se había entregado a su esposo? ¿Cómo podía fingir que todo estaba bien? Las palabras se le quedaron atoradas en la garganta, pero sus ojos, esos ojos llenos de dolor y sufrimiento, no podían mentir. —Estoy bien, Claudia. Solo… solo un poco cansada —respondió, evitando su mirada. Claudia frunció el ceño por un momento, como si intentara detectar alguna grieta en su voz, pero rápidamente cambió de tema. —Lo importante es que sigas adelante, querida. La vida tiene muchas sorpresas guardadas para ti, ya verás. Coromoto se quedó en silencio. Sabía que Claudia estaba tratando de hacerla sentir mejor, pero las palabras de consuelo se sentían vacías. Sabía lo que realmente se estaba ocultando entre ambas, una traición que nunca podría perdonar, aunque nunca lo dijera en voz alta. El tiempo pasó, y la relación con William se volvió cada vez más distante. Las peleas aumentaron, al igual que la violencia emocional. Cada vez que él llegaba a casa, el ambiente se llenaba de una tensión insoportable. Coromoto se encontraba vacía, como si ya no quedara nada de la mujer que una vez había amado. Sus días transcurrían entre el sufrimiento y la resignación, y las noches, lejos de ser un refugio, eran un espacio oscuro donde se sentía más sola que nunca. Una noche, después de una discusión particularmente brutal, Coromoto se sentó en el borde de la cama, mirando la nada. William había salido furioso, dejando atrás solo el eco de sus palabras crueles. En el fondo sabía que él había perdido el respeto por ella, que ya no quedaba nada de aquel hombre que una vez la amó. Pero lo que más le dolía no era el desprecio de su esposo, sino el hecho de que Claudia, su amiga, seguía siendo parte de ese ciclo de dolor. Cada vez que Claudia le sonreía, le recordaba la mentira que ambos habían tejido, la traición que la ahogaba.Al día siguiente, Coromoto decidió que debía hacer algo. No podía seguir viviendo en esta mentira. Quería salvar su familia, sí, pero no a costa de su dignidad, de su alma.La imagen de su hijos, inocentes y ajenos a la tormenta que se desataba a su alrededor, la impulsó a tomar una decisión: confrontar a William, enfrentarse a la traición de una vez por todas. Ya no podía seguir guardando silencio, ni seguir soportando el desprecio y el dolor que él le causaba.Sin embargo, esa misma noche, mientras caminaba por la casa, con el corazón acelerado y las palabras ya formándose en su mente, recibió una llamada inesperada de Claudia. La voz de su amiga, tan tranquila y serena como siempre, la interrumpió justo cuando estaba a punto de llamar a William para encarar la verdad.—Coromoto —dijo Claudia con suavidad—, sé que estás pasando por un momento difícil. Y quiero que sepas que no estás sola. Pero también sé que lo que estás sintiendo no es sólo el dolor de la traición, es el miedo de p
El día de Coromoto comenzó antes de lo habitual. Decidió salir de su casa más temprano de lo que estaba acostumbrada, con la intención de encontrarse con sus amigas antes de entrar al hospital, donde trabajaban en el área de limpieza. William y los niños seguían dormidos cuando ella se despidió con un beso en la frente de sus hijos.Al pasar por la puerta de la habitación de su esposo, no pudo evitar detenerse. Lo observó dormir profundamente, y una inquietante pregunta cruzó por su mente: ¿Cómo era posible que un hombre tan tierno en sueños pudiera convertirse en una bestia cruel cuando despertaba? ¿Acaso ya no la amaba? ¿O nunca la había amado realmente? Se preguntó en un profundo silencio, mientras la oscuridad de la madrugada envolvía la casa. El único sonido que rompió el silencio fue un suspiro que escapó de sus labios.Al llegar al hospital, sus amigas ya la estaban esperando, como siempre. Era casi un ritual, una promesa no escrita de entrar juntas al turno. Pasaron varios mi
Coromoto nunca imaginó que algo tan simple como un “hola” podría alterar el curso de su vida. Después de años de vivir atrapada en la oscuridad de una relación rota, marcada por la traición y la violencia emocional, el destino le tendió una mano cuando menos lo esperaba. Todo comenzó en un día cualquiera, en un ascensor común, pero el impacto de ese encuentro perduraría para siempre.El hospital donde trabajaba como limpiadora ya no era para Coromoto un lugar lleno de vida, sino más bien un espacio gris, oscuro, donde las horas parecían desdibujarse y fusionarse en una rutina monótona. Había dejado de soñar con algo mejor, pues el peso de su matrimonio con William la había sumido en una especie de letargo emocional. La mujer que alguna vez fue vibrante, llena de esperanza y amor, ahora parecía ser solo una sombra de sí misma, caminando en un mundo que la ignoraba, que la hacía invisible.Sin embargo, ese día algo cambió.Coromoto había terminado su jornada, cansada, con el cuerpo
Coromoto trató de mantener la calma, pero sus amigas no tardaron en notar el cambio. Desde que Ángel había llegado a su vida, todo en ella parecía brillar con una nueva luz. Su rostro, antes marcado por la rutina y las preocupaciones, ahora estaba adornado con una sonrisa que no la dejaba en paz. Aquella energía contagiosa que emanaba de ella resultaba imposible de ocultar. Sus ojos, más vivos que nunca, reflejaban una alegría difícil de disimular.Patricia y Paola, siempre observadoras y curiosas, pronto comenzaron a sospechar que algo, o más bien, alguien, estaba detrás de esa transformación. La intriga se convirtió en un juego silencioso entre ellas y los pequeños detalles no pasaban desapercibidos: el suspiro al final de la jornada, las risas a media tarde, esos pequeños gestos de Coromoto que hablaban más de lo que ella deseaba admitir.“¿Quién es él?”, preguntó Paola una tarde, mientras ambas observaban a su amiga recoger unos papeles en la mesa. Su tono era suave, pero su
Coromoto caminaba con paso firme por las mismas calles grises que siempre había recorrido, pero algo había cambiado en ella. Ya no era la misma mujer que se deslizaba por la vida sin energía, sin esperanza, atrapada en su propio dolor. Ahora, algo en su interior comenzaba a latir con fuerza. Ángel había encendido una chispa que, aunque aún pequeña, brillaba en su corazón. Cada encuentro con él le recordaba lo que había olvidado: que había vida más allá del sufrimiento, que el amor aún era posible.Al principio, todo había comenzado con pequeños gestos: Un café compartido, una sonrisa sincera, una conversación ligera. No había promesas, solo momentos de conexión que, poco a poco, la hicieron sentir que, tal vez, merecía algo más que la monotonía de su vida con William. Ángel no la veía como la mujer rota que había sido, sino como una mujer que aún podía ser feliz, que aún tenía algo que ofrecer al mundo. Y eso, para Coromoto, era una revelación.Los días pasaron rápidamente, y el
Cada mañana, Coromoto y Ángel se encontraban con puntualidad casi religiosa en una esquina cercana a la casa de Coromoto. Era una pequeña parada antes de dirigirse al hospital, el lugar donde ambos trabajaban. La casa de Coromoto quedaba justo a la vuelta de la esquina, y aunque el hospital no estaba lejos, el amor por el que ambos luchaban, aunque callado, ya era lo suficientemente fuerte como para convertir esas primeras horas del día en su pequeño refugio. Las horas dentro del hospital eran rápidas, pero la salida nunca garantizaba que pudieran verse. El trabajo extra de Coromoto en la pizzería, las responsabilidades familiares, las llegadas intempestivas de su esposo William… todo conspiraba en su contra. Sin embargo, la oscuridad de las primeras horas de la mañana parecía entenderlo todo y actuaba como cómplice. permitiendo que sus miradas y sonrisas se encontraran sin ser vistas por nadie.Pero cada vez era más difícil ocultarlo. Las sonrisas, los susurros, esos pequeños gesto
El sol de la tarde caía suavemente sobre la ciudad, iluminando las calles tranquilas que rodeaban la casa de Coromoto Ese día, no solo Ángel había hecho una nueva amiga en Patricia, sino también en Paola. Cuando se cruzaron por primera vez, no fue necesario dijera nada. Patricia, con su característico modo de ser, era probable que ya le había dicho no solo que había hablado de Ángel, sino que seguramente le había contado todo lo que debía saber. Sin embargo, el nerviosismo de él seguía palpable mientras se encontraba frente a Paola.La señora lo observaba con detenimiento, buscando alguna señal, algún detalle que pudiera confirmar sus intuiciones.—¿Te incomoda que te observe? —preguntó Paola, rompiendo el silencio con una sonrisa amigable, pero algo desafiante en su mirada.Ángel, un tanto sorprendido, se encogió de hombros. —No… es solo que no estoy acostumbrado a que me miren tan fijamente.Paola asintió lentamente, como si estuviera evaluando cada palabra que Ángel decía. —No es
Los días siguieron su curso, arrastrando consigo las horas en una rutina que, por primera vez en mucho tiempo, parecía no ser tan pesada para Coromoto. Aunque las calles continuaban grises, el sol, aunque tímido, comenzaba a asomarse en su vida de una manera distinta. Cada mañana, al despertar, la imagen de Ángel aparecía en su mente como una chispa de luz que la impulsaba a salir de la cama, a vestir una sonrisa nueva que no podía dejar de mostrar. Se sentía diferente, más radiante, como si la compañía de Ángel hubiese comenzado a reconstruir lo que el tiempo había deteriorado en ella.Ángel y ella habían creado un lazo único, uno que no se podía explicar con palabras. Era como si se conocieran de toda la vida, como si sus almas ya se hubieran encontrado mucho antes de ese primer encuentro en el hospital. En su presencia, Coromoto comenzaba a sentirse menos pesada, menos atrapada en la oscuridad de su propio ser. Sus risas, compartidas entre tareas cotidianas y charlas ligeras, tenía