La lluvia caía con insistencia sobre los tejados, marcando el ritmo lento de una tarde gris y silenciosa.
El cielo plomizo parecía haber tragado todo el color del mundo, dejando a la ciudad sumida en una melancolía que calaba hondo, incluso bajo los techos más cálidos.
Era uno de esos días en los que los recuerdos pesan más de lo habitual, en los que la nostalgia se cuela entre los huesos y se niega a soltar.
Ángel observaba por el ventanal empañado con la mirada perdida, los brazos cruzados sobre el pecho y un nudo constante en la garganta.
Paola, del otro lado de la línea telefónica, escuchaba su silencio como si fuera una súplica, a esas alturas ya conocía cada una de sus pausas, cada respiración contenida, cada palabra no dicha.
Él no necesitaba explicarse con grandes discursos: sus silencios hablaban por él.
—¿Sigues ahí? —preguntó Paola en voz baja, como si temiera romper algo delicado.
—Sí… solo… estoy pensando —respondió Ángel, con esa voz suya que siempre parecía estar cargad