CAPÍTULO 80: LA CAÍDA
Jacob
Salimos del hospital con el olor a antiséptico pegado a la ropa y el pitido fantasma de los monitores perforándome el oído. Tomo a Elena de la mano y siento cómo su pulso, aunque firme, late más rápido de lo normal. No tenemos más que decir; ya lo hemos hablado todo con miradas. Mi tía Margaret respira por máquinas y mi mundo, que parecía ordenarse en estantes, vuelve a temblar desde la base.
—Pasemos por los niños —digo, abriendo la puerta del auto—. No quiero que duerman con preguntas.
Asiente y subimos. Conduzco en silencio, atento al retrovisor, a los cruces, a cualquier auto con ventanas polarizadas que se me pegue más de lo razonable. No veo nada sospechoso, pero igual acelero en los semáforos amarillos y corro un poco más en los tramos despejados. La noche tiene ese filo de vidrio que corta sin avisar.
En la casa de los tíos de Elena nos reciben con pijamas, olor a sopa y televisión baja. Los niños vienen corriendo y se cuelgan de nuestras piernas co