Elena
Llego con el olor del hospital pegado a la ropa y los ojos hinchados. La puerta del departamento cede con el primer giro y, antes de encender la luz sé que él está ahí. Jacob está sentado en la sala, lleva puesto el traje que tanto me gusta, el cabello peinado hacia atrás, un ramo de flores en una mano y una cajita negra en la otra. Sonríe apenas me ve.
—Pensé que llegarías más tarde —dice, y su voz me acaricia el nombre sin pronunciarlo—. Fui por esto. —Alza el ramo—. Y por esto. —Abre la cajita y el anillo, una pieza sobria y perfecta, brilla como si me conociera mejor que nadie.
El corazón me golpea en el pecho. Quisiera correr a sus brazos, que me estreche con fuerza y contarle lo horrible que han sido estos días para mí. Decirle sobre mi tío, la diálisis, que voy a encargarme y no debe preocuparse. Quiero decirle la verdad entera y pedirle que me sostenga, pero la voz de Sonya reaparece: “Él debe creer que lo dejas porque quieres.” Trago saliva y me obligo a respirar por la nariz para no llorar.
Jacob se acerca con calma, huele a su colonia y a calle. Me ofrece las flores; las tomo sin mirar, las coloco sobre la mesa. Cuando vuelve a alzar la cajita, doy un paso atrás.
—Detente —digo.
Él parpadea, confundido.
—¿Qué pasa?
Me muerdo la lengua hasta probar metal. No puedo mostrar vacilación, si lo hago, sabrá que miento.
—No quiero esto —respondo, señalando el anillo con la barbilla—. No lo quiero, Jacob.
Él suelta una risa breve, incrédula, como si yo hubiera hecho un chiste cruel sin darme cuenta.
—No bromees. —Se acerca medio paso—. He estado buscando este anillo desde que nos casamos. Quería algo que… —se interrumpe, me estudia—. Elena, ¿qué sucede?
Aprieto los puños junto a los muslos, me aferro al dolor como a un ancla.
—Se acabó —digo, y mis palabras caen en la sala como una bandeja que se estrella—. Me arrepiento de todo, de esta vida, de nuestro matrimonio… fue un error.
La sonrisa le desaparece. Cierra la cajita, la baja con cuidado, como si no confiara en sus propios dedos.
—No digas eso —pide, y por primera vez lo escucho pedir.
—Lo digo. —Siento que mi voz tiembla, así que la enciendo con dureza—. Lo nuestro fue un capricho. Bonito, sí, pero inmaduro. No es amor.
—Mientes. —No lo pregunta—. Mientes y no entiendo por qué. —Da otro paso, me busca los ojos—. ¿Te hicieron algo? ¿Te pasó algo?
—No dramatices —corto—. Simplemente abrí los ojos. —Dejo las flores en la mesa y enderezo la postura—. No te amo.
Se queda en silencio, como si esa frase necesitara espacio para asentarse. Después suelta aire por la nariz y su risa ya no es incrédula; es una defensa.
—Estás jugando —dice—. Estás cansada y dices lo primero que te viene a la cabeza. —Se adelanta y busca mi mano—. Ven, siéntate, hablemos, mañana…
Quito la mano.
—No hay mañana para nosotros.
Se le endurece la mirada, ahí está el acero que no conocía hace seis meses. Los ojos grises se enfrían y la mandíbula se tensa. Vuelve a guardar la cajita en el bolsillo de la chaqueta con un gesto preciso y, cuando saca la mano, no saca el anillo; saca unas fotografías dobladas.
—¿Hay otro? —pregunta con calma, una calma que arde—. Dime si hay otro, Elena.
Mi boca se abre sola. Quiero decir que no, jamás, ¿cómo podría? Pero él extiende las fotos y me las arroja. Las hojas me golpean el pecho y rebotan al suelo. Las recojo. Somos Marcos y yo en el pasillo del hospital cuando me estaba abrazando. Una secuencia que, congelada, parece otra cosa.
—Así que lo que dijo mi mamá era verdad —Jacob tira las fotos, que no tengo idea de dónde han salido, al suelo y luego saca su celular—. Entonces, cuando mi mamá se enteró, hizo un trato contigo por algo de dinero, y lo aceptaste, ¿verdad?
El mensaje de transferencia en mi teléfono me deja sin palabras. Siento que el mundo inclina el piso, que resbalo. Podría explicarle, decirle que mi tío se desplomó, que Marcos apenas llegó me sostuvo para que no cayera, que Lucía llamó, nadie pensaba en cámaras. Podría, pero no debo. La condición es clara: “Debe creer que lo dejas porque quieres.” Y si explico, si le doy una grieta, él se cuela por ella y me rescata. Y yo lo arrastro conmigo, renuncia a su mundo y un día me odia por ello.
Levanto la vista y lo miro sin parpadear. Hago algo que no sabía que podía hacer: me convierto en la mujer que más detesto.
—Sí —respondo, suave—. Siempre hubo otro.
Le tiembla apenas un músculo bajo el pómulo.
—Repite eso.
—Siempre hubo otro —insisto, y dejo las fotos sobre la mesa con la misma frialdad con la que me dejaba a mí misma—. ¿Qué esperabas? No puedes darme la vida que quiero. Hay hombres que sí pueden darme estabilidad, lujos, un futuro real.
—¿Lujos? —repite con una risa seca, sin alegría—. ¿Estabilidad? —Se inclina un poco hacia mí con ironía—. Elena… creo que no tienes idea de quién soy. ¿O sí?
—Sí —respondo alzando la barbilla—. Un don nadie.
Su mandíbula se tensa y la rabia en sus ojos es tan palpable que me provoca el impulso de terminar lo que empecé. Miro la mesa, veo la cajita negra que trajo consigo, la abro y veo el anillo reluciente. Hacía dos semanas había perdido nuestro anillo de bodas y no me había dado cuenta de que era señal de nuestra ruptura. Ahora lo que más quiero es volver a usarlo, pero no puedo.
—No lo quiero —le digo con frialdad y se lo arrojo al pecho.
La caja golpea su chaqueta y cae al tapete con un sonido opaco. Él la mira en el suelo durante un segundo que se hace eterno, luego levanta la vista hacia mí, pasa una mano por la boca, como si se limpiara el gusto de lo que acaba de escuchar. Después me mira a un nivel que no había visto en él: no hay súplica, solo evalúa por última vez para decidir cuánto queda que valga.
—Perfecto, porque no lo mereces. —Endereza la postura, y su voz ahora es puro resentimiento—. Considérame exactamente eso, nadie. Para ti, soy nadie. Y no olvides que fuiste tú quien me enseñó a no esperar nada.
Se hace un silencio tenso, una cuerda tirante en medio de la sala. Por un segundo pienso que va a gritar o a arrasar con todo. Pero en ese momento su pantalla vibra.
—¿Sí? —escucho la voz de su madre filtrada por el auricular, tensa—. Jacob, ven ahora. Es tu abuelo, está grave. —Pausa—. No tenemos tiempo.
Jacob cierra los ojos un segundo, como si el golpe viniera de un lugar distinto al que yo acabo de abrir. Cuando los abre, ya no me mira de frente; me mira cómo se mira un edificio que uno decidió abandonar.
—Tengo que irme —dice, seco.
—Vete —respondo con indiferencia.
Guarda el teléfono. Se inclina y recoge el anillo del tapete, lo guarda sin mirarlo, recoge también las fotos y las dobla despacio, con la precisión de alguien que archiva algo que ya decidió olvidar. Cruza la sala, se detiene frente a la puerta y duda medio segundo. Pienso que va a voltearse o va a hacer una última pregunta, pero no lo hace. Abre y sale. La puerta se cierra y el clic me produce un dolor físico real.
Me quedo de pie, sin saber adónde ir con las manos, con la cara, con el dolor. Camino hasta la mesa, recojo el ramo, lo llevo al fregadero y abro la llave. El agua corre y la espuma de la envoltura se despega. Me sostengo del borde porque los dedos se me sueltan. No lloro todavía.
Agarro mi bolso y salgo detrás de él como un impulso. El aire afuera huele a lluvia. Las primeras gotas empiezan a caer cuando llego a la calle y veo su coche arrancar a mitad de la cuadra. Corro dos pasos, pero me detengo, no sé si llamarlo por su nombre o quedarme muda. Él gira la esquina sin mirarme.
La lluvia se suelta de verdad, así que me cubro con el brazo y bajo a la acera. El agua me pega en la cara mientras siento que se mezclan las gotas con lo que ya no puedo contener. No hay nadie para verme; no me importa si lo hay. Me dejo caer en el escalón y dejo que el llanto se me escape sin sonido, con una dignidad inútil, como si pudiera ordenar el desastre.
Qué manera tan exacta de destruir lo nuestro.
La lluvia baja por el cuello de mi blusa y me obliga a volver a casa. Entro y cierro la puerta con suavidad.
Camino hasta el dormitorio y abro el cajón donde guardo las pocas cosas que no quiero ver a diario. Saco la libreta donde dibujo recetas, donde imaginé la pastelería que algún día le mostraría. En la primera página, con letra apretada, escribo: “Quiero morirm3” Cierro y la guardo.
Apoyo la frente en las manos y me echo a llorar dejando que la última verdad me caiga encima con todo su peso: acabo de destrozar al amor de mi vida, y él se fue creyendo la historia que yo puse en mi boca.