Elena
Me agacho a recoger las llaves y el mundo se me desdobla, como si mirara dos veces la misma escena: mis tíos llorando, la persiana a medio abrir, el letrero de “Abierto” todavía colgado por dentro en un local que ya no nos pertenece. La garganta se me cierra y abro la boca buscando aire.
—Vamos al abogado —dice mi tío, levantándose de golpe, pero da un paso y titubea. Se lleva la mano al pecho. —No… no pasa nada, solo es… —y no termina. Sus rodillas se doblan, sus ojos se van para atrás.
—¡TÍO! —me lanzo a sostenerlo, pero su cuerpo es un saco muerto—. ¡Tía, el teléfono! ¡Lucía!
Los segundos se vuelven viscosos. El ruido de la calle desaparece. Un vecino corre, alguien marca emergencias, yo no distingo nada salvo las manos de mi tío, frías, y la sensación de que una pared se nos cae encima. La ambulancia llega y me subo con ellos, apretando el bolso contra el pecho como si pudiera agarrarme de algo.
En el trayecto, miro por la ventana y una rabia seca me sube desde el estómago hasta los ojos. Jacob, ¿quién eres? ¿Dónde estás? ¿Por qué me mentiste? ¿Por qué dejas que otros decidan por nosotros?
En el hospital, el reloj del pasillo no avanza. Me quedo sentada con mi tía, que tiembla sin parar, y con Lucía, que nos alcanza con una botella de agua y una mirada que me habría sostenido mundos enteros. Las luces frías, el olor a antiséptico, el pitido intermitente de alguna máquina nos parte el alma a golpes pequeños y constantes.
El médico sale con un expediente y nos llama por el apellido. Habla de diagnósticos, de insuficiencia renal crónica, de tratamiento inmediato y caro, de diálisis. Yo asiento como si entendiera, mientras por dentro tomo notas que no sé si algún día podré pagar. “Opciones”, “derivación”, “urgente”. Palabras grandes que me pisan.
Pido unos minutos. Salgo al pasillo y apoyo la frente en la pared, saco el teléfono, pero no hay ni un mensaje de Jacob. Ni una llamada perdida. Le escribo: “Necesito que vuelvas. Es urgente”. Dudo y lo borro. Escribo otra vez: “Te extraño”. Lo envío, la pantalla se queda oscura, indiferente.
Regreso con mi tía, le tomo la mano, escucho al médico explicar otra vez con paciencia. Lucía me aprieta el hombro. Estoy aquí de pie, pero en mi cabeza, la voz de Sonya es lo único que escucho: “No nos obligues a ser persistentes”.
No sé qué vendrá después, pero hoy ya entendí cómo se siente el primer golpe.
No sé cuántos minutos me quedo ahí, frente a mis tíos, intentando procesar todo lo que está pasando. Lucía llega corriendo, supongo que se enteró por los vecinos, y apenas me ve, frena en seco.
—¿Qué pasó? —pregunta mientras ve a mi tía llorando.
—Vendieron la panadería —respondo, y siento que decirlo en voz alta lo hace más real—. Y… la compraron ellos.
Lucía frunce el ceño.
—¿Ellos? ¿Quiénes?
—Los Hastings. —La voz me sale como si hablara de una maldición—. Los padres de Jacob.
La cara de Lucía cambia, y ese brillo en los ojos me pone nerviosa.
—Amiga… esa gente es más poderosa de lo que crees. Ayer después de que vinieron me puse a investigarlos; algo que tú debiste hacer, por cierto —dice con tono de regaño.
La observo teclear con la velocidad de quien sabe que está a punto de encontrar algo importante.
—¿Qué encontraste?
Se gira para mostrarme la pantalla. Ahí está. Una foto de Jacob con un traje negro, mucho más caro que cualquiera que le he visto en estos meses, posando con un grupo de empresarios frente a un edificio de cristal.
“Jacob Hastings, heredero de la corporación Hastings Hotels & Resorts. Fortuna neta: imposible de calcular.”
Se me revuelven las tripas.
—No… no puede ser.
—Puede —dice Lucía, sin apartar la vista de mí—. Y lo peor es que tú no sabías nada.
Me siento traicionada. Seis meses a su lado compartiendo cada pedazo de mi vida, y él nunca me dijo que era millonario. Nunca mencionó que sus padres no solo existían, sino que detestaban nuestro matrimonio. No sé si estoy más dolida por lo que descubro ahora… o por darme cuenta de que su ausencia estos días encaja perfectamente con la idea de que me ha estado ocultando demasiadas cosas.
Marcos aparece en el pasillo del hospital poco después. No pregunta nada, solo se acerca y me abraza fuerte, tan fuerte que por un momento dejo de contenerme. Lloro contra su hombro, sintiendo que todo lo que he construido con Jacob se desmorona.
Esa misma tarde, mientras estoy sentada sola en el pasillo, suena mi teléfono. Un número desconocido.
—¿Hola?
—Se te acaba el tiempo, Elena —dice la voz de Sonya, calmada, como si comentara el clima—. Si quieres salvar a tu tío, divórciate de Jacob.
Me quedo sin aire.
—¿Cómo supo usted…?
—Puedo enterarme de todo —interrumpe, como si le divirtiera mi sorpresa—. Firmas el divorcio y yo cubriré todos los gastos del tratamiento.
—No… —murmuro, aunque suena más a súplica que a negativa.
—Es la única manera. —Su tono sigue siendo suave, pero hay una amenaza bajo las palabras—. Y recuerda: él nunca debe saberlo. Tiene que creer que lo dejaste porque quisiste.
Miro el pasillo, las paredes verdes del hospital, el rostro cansado de mi tía en la sala de espera. Sé que no puedo pagar ese tratamiento. Sé que, aunque trabaje el resto de mi vida, no reuniré el dinero a tiempo. Y sé, con la misma certeza que si Jacob se entera, lo dejará todo por quedarse conmigo aquí, renunciando a su mundo. Y no puedo ser yo quien le arranque su futuro.
Cierro los ojos, tragando el nudo en mi garganta.
—Acepto.
—Muy bien —responde Sonya, satisfecha—. Te enviaré los documentos. Y recuerda… ni una palabra.
Cuelga.
Me quedo mirando el teléfono en mi mano como si fuera un objeto extraño. Siento que acabo de firmar mi propia sentencia.
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Jacob
Finalmente llego de vuelta a casa, pero la puerta está cerrada. Golpeo dos veces y espero, pero Elena no sale a recibirme. Saco las llaves y entro, pero el silencio que me recibe me dice que no hay nadie. Dejo las bolsas en la mesa; estuve fuera dos días, tratando de conseguir un contrato con una joyería para hacerle un regalo que signifique algo más que un anillo común. Quería que fuese perfecto.
Camino por la sala, buscando algún rastro de ella, pero todo está igual… salvo por la ausencia de su risa. Me asomo al dormitorio: la cama está hecha, la ventana cerrada. No hay notas, no hay mensajes en mi teléfono, tal vez debí pasar primero por la panadería, lo más seguro es que esté allá con sus tíos y su mejor amiga.
Justo cuando dejo las bolsas en la mesa, llaman a la puerta. El corazón me da un vuelco; por un segundo pienso que es ella. Sonrío sin darme cuenta mientras cruzo la sala.
—Mi amor, pensé que… —La frase se muere en mi boca, porque frente a mí está mi madre—. ¿Mamá?… ¿cómo me encontraste?
—No fue difícil —responde—. Pero ¿acaso no me vas a saludar? Hace demasiado que no te veo ¿Puedo pasar?
Asiento, todavía procesando su aparición. Ella se inclina para abrazarme, la calidez está ahí, pero también ese peso invisible de su control, como si al rodearme con los brazos midiera cuánto espacio tiene que recuperar en mi vida. Yo acepto el abrazo, aunque una parte de mí se mantiene alerta.
—Has cambiado —dice, dándome un rápido repaso de arriba abajo antes de entrar—. Pero sigues siendo mi hijo.
Cierro la puerta y la sigo hasta la sala. Me siento en el sillón frente a ella, aún sin saber a qué ha venido.
—Han pasado seis meses —comienza, cruzando las piernas con elegancia—. Pensé que ya habrías dejado de jugar a ser pobre.
—No empieces, madre. Dime, ¿qué estás haciendo aquí? —pregunto, manteniendo la voz baja.
—Vine a verte —responde, paseando la vista por la casa como si inspeccionara un lugar que quiere comprar y derribar—. Te extraño mucho, tu padre también. Ya has jugado suficiente, ¿no te parece?
—No estoy jugando. —Cruzo los brazos—. Me fui porque estaba harto de vivir como uno de tus muebles de decoración.
—Y por eso elegiste… esto. —Hace un gesto con la mano, abarcando las paredes y el sofá como si fueran basura—. Supongo que ella es parte del decorado.
—Ella es mi esposa. —Mi tono es firme—. Y es maravillosa.
Sonya sonríe, pero es esa sonrisa suya que siempre anuncia un golpe bajo.
—Ay, mi amor. Eres tan inocente, aun no has probado la verdadera decepción. Pero admito que es mi culpa, fui demasiado protectora contigo.
—¿De qué estás hablando, madre? Ni siquiera la conoces.
—Claro que sí, ella no es quien crees. La he investigado, esa mujer solo te ha estado engañando.
—No sabe quién soy en realidad, no le he dicho sobre mi dinero —respondo, verdaderamente molesto—. ¿Cómo podría quererme por eso?
Mi madre se toma su tiempo para abrir su bolso y sacar una carpeta. De adentro extrae una foto: Elena y un hombre que reconozco de vista, Marcos, en una pose que… sí, puede malinterpretarse. Él la sostiene por la cintura; ella apoya la frente en su hombro con los ojos cerrados.
—Esto —dice Sonya— es lo que hacía mientras tú estabas fuera.
—Él es… un amigo. Lo conozco —replico, aunque la imagen me arde por dentro.
Mi madre suspira y resopla un poco y saca un papel más: un recibo de depósito bancario a nombre de Elena, la cifra no es pequeña.
—Esto es lo que recibe de ese hombre mensualmente, y no es el único.
El corazón me late con fuerza. Sé que mi madre es capaz de manipular, pero las imágenes… los números… todo parece demasiado preciso para habérselo inventado de la nada. Reconozco la firma de Elena, mi madre no pudo haberla falsificado, además, el cheque no es de los Hastings.
—No, esto no puede ser.
—Si no ha intentado sacarte dinero, es porque en estos seis meses, aun no ha descubierto quién eres, de otro modo, ya te habría pedido acercarla a la familia.
—Quiero hablar con ella —digo finalmente.
—Hazlo —responde Sonya, guardando la carpeta—. Pero cuando la mires a los ojos, recuerda esto.
Se va dejándome con las fotos y el recibo sobre la mesa. Me quedo de pie mirando el anillo que traje y sintiendo que, tal vez, me equivoqué en todo.
Me dejo caer en el sofá con el anillo todavía en la mano. Si lo que dice mi madre es cierto, necesito escucharla a ella… pero no sé si estoy preparado para la respuesta.