Marina
Ya es de noche cuándo sentimos el auto entrar en la mansión, tanto Daniel como yo corremos hasta el corredor justo cuándo la puerta principal se abre.
Cuando Salvador entra por la puerta, no necesito ver su rostro para saber que algo no está bien. Su cuerpo entero grita tensión. Lleva los puños apretados, la mirada perdida, como si hubiera estado conteniendo la respiración desde que salió de la mansión del viejo.
Camino directo hacia él y me lanzo a sus brazos antes de que pueda decir una sola palabra. Lo envuelvo, lo aprieto con fuerza.
Poco a poco siento cómo su cuerpo se afloja, pero no tanto como me gustaría y sé que aunque intenta ocultarlo, aunque repitió una y otra vez que estaba listo para ver al viejo, esta visita le ha afectado más de lo que le gustaría.
Él hunde su rostro en mi cuello y me abraza de vuelta como si solo yo pudiera sostenerlo en pie. No hace falta que pregunte, pues yo sé que no está bien, por eso, en lugar de preguntar cómo está, me encuentro diciendo: