Los siguientes días fueron tranquilos, entre reuniones con inversionistas y supervisar avances del proyecto. Estaba en eso cuando recibí una llamada de Anne.
—Buenas tardes, señorita Torres, el señor Murano solicita reunirse con usted de inmediato.
Me dio un vuelco el corazón. Sin pensarlo, delegué la supervisión a Iván y tomé un taxi directo a la empresa. ¿Qué pudo pasar para que el señor Murano me llamara con tanta urgencia?
Apenas pagué la carrera, puse un pie en la acera y una mano me jaló bruscamente hacia el jardín lateral. La reacción fue automática: giré el brazo para zafarme y lancé un golpe con la otra mano. El primero lo esquivó, el segundo le rozó la mandíbula, pero así supe que se trataba de Kevin.
—¡So, so, olé, bonita! —Él se cubrió con un brazo como si estuviera toreando.
—¡Hijo de…! —intenté patearlo, pero atrapó mis muñecas y me forzó a girar.
Mi espalda impactó contra su pecho y tuvo el atrevimiento de reposar su mentón sobre mi hombro.
—¿Así saludas a todos los que te invitan a almorzar? —Su sonrisa socarrona me encendió todavía más. Inhaló hondo el desgraciado—. Me encanta tu olor, bonita.
—¡Suéltame, cabrón! ¡Pensé que eras un asaltante!
—¡Uy, qué horror!… Aunque, si me vas a golpear así cada vez que nos vemos, esto será intenso.
—¡Hola y chao! —intenté liberarme, sin éxito—. ¡Suéltame! Tengo que ver a tu papá, pinche pendejo.
—¿Qué? ¿Cómo me llamaste? —rio—. Error, bonita: convencí a Anne de llamarte. No la culpes. Tú me obligaste.
Me quedé pasmada un segundo, procesando sus palabras. Quizás lo tomó como señal de rendición porque me liberó.
¿Este imbécil me hizo abandonar el proyecto y venir solo para molestarme?
—¡Kevin, mi trabajo no es un juego!
—Tranquila, cariñito, el mundo no se detuvo porque delegaras responsabilidades, ¿o sí?
—Eres…
—Guapo, poderoso, asombroso, sexi… —enumeró mirándose la camisa como si leyera la lista ahí—. Soy precioso, lo sé… pero para mi desgracia, tú me gustas; así que, hazte cargo.
Me ardieron las mejillas de rabia.
—¡Ay, eres horrible!
—Te acepto “pesado”, pero horrible, ¡jamás, bonita!
Resoplé, molesta, y avancé hacia la calle para tomar un taxi. Volvió a interceptarme.
—Felicia… perdón, quizás me pasé. En serio, lo siento. Ya que estás aquí… concédeme una cita. Solo eso te pido.
—Vete al infierno y sin boleto de regreso.
El taxi se detuvo. Estaba por subir cuando escuché su voz, más baja; había algo peligroso en ella.
—No me dejas opción… será por las malas.
Me giré, intrigada. Tenía el celular en la mano y deslizaba el dedo sobre la pantalla como si hojease un expediente.
—Me pregunto qué pasaría si ventilo la información de la paciente Torres.
Mi estómago se encogió. El calor del verano se volvió hielo en mi piel.
—Señorita, ¿subirá? —preguntó el taxista.
Cerré los ojos y negué con la cabeza. Aventé la puerta con más fuerza de la necesaria. Quizás el taxista me insultó, pero no presté atención. Kevin ya estaba a mi lado, tomándome de la mano como si fuera lo más natural.
—Vamos, bonita, hoy tendrás una compañía de lujo.
Yo estaba en piloto automático. Pasaba una crisis mental… ¡Ah!, pero ese pendejo… Él sonreía como si estuviéramos por ir a la cita más romántica del mundo.
Kevin condujo en silencio, con esa sonrisita de suficiencia que me ponía de malas. El tráfico estuvo de su lado; ni siquiera un solo semáforo en rojo nos detuvo. Fue como si el mundo conspirara a su favor y así evitar que me bajara corriendo.
No tardamos en llegar a un restaurante elegante, de fachada minimalista y cristales polarizados. Un anfitrión lo recibió como si fuera accionista del lugar y nos condujo sin preguntar hasta un salón privado: una mesa impecable para dos, luz cálida, vino ya descorchado.
Pinche güerito, sabía que vendría con él de una forma u otra.
—Privacidad absoluta —comentó mientras dejaba su chaqueta de cuero sobre el respaldo de su silla—. Aquí nadie interrumpe, nadie escucha… solo tú, yo y una comida digna de reyes.
Me apoyé en el respaldo, arqueando una ceja.
—Ajá… ¿Y qué sigue? ¿Me harás firmar un contrato? ¿Quieres que sea tu sumisa o qué?
Se carcajeó de una forma tan genuina que estuvo cerca de contagiarme, como si le hubiera contado el mejor chiste de su vida. Tuvo que respirar un poco para recuperar la compostura. Cuando lo hizo, su actitud cambió un poco.
—Bueno… no quería entrar en materia legal tan pronto, pero ya que insistes…
Metió la mano en el bolsillo y sacó el celular. Tecleó un par de veces, luego giró la pantalla hacia mí. Se me secó la garganta.
Ahí estaba, mi historial clínico completo. Cada fecha, cada diagnóstico, especialista, procedimiento, tratamiento, nota de seguimiento… todo.
Me quedé sin palabras. En ese instante, la rabia se mezcló con un frío incómodo en la espalda. Bajé la mirada, tragando saliva.
Kevin sonrió. Ladeó la cabeza como si evaluara mi reacción.
—Uuuf… creo que me retractaré. Sí… me gustas de sumisa.
Le lancé una mirada demasiado filosa; quise ahorcarlo allí mismo. Él soltó una breve risa, tomó la copa que ya tenía servida y dio un trago pausado, sin dejar de mirarme por encima del cristal.
Respiré hondo, forcé una sonrisa que no lograba salirme. No podía darle el gusto de verme temblar, así que tomé mi copa y bebí un sorbo rápido, más para humedecer la garganta que por disfrutar del vino.
—Supongo que esperas un “gracias” —dije con ironía.
—No, bonita. Espero una respuesta. Y si es afirmativa, mucho mejor —contestó como si negociara un acuerdo millonario.
El mesero entró en silencio, sirvió el primer plato y se retiró sin que ninguno de los dos apartara la vista del otro. Kevin probó su ensalada con la calma de quien no acababa de amenazarme.
Yo, en cambio, jugueteé con el tenedor y las rebanadas de berenjena en el plato, mientras mi mente corría.
Su celular sigue allí, ¿podría tomarlo y huir?
Bebí otro sorbo de vino. Mi vista iba de él hacia el maldito aparato que permanecía encendido como centro de mesa.
Si me levanto y me largo, ¿armará un espectáculo?
Suspiré, resignada. Aunque no estaba dispuesta a rendirme tan pronto, solo quedó seguir.
—Tienes un concepto retorcido de las citas —murmuré.
—No digas eso, bonita. Yo quería por las buenas, pero te portas como toro salvaje. Hay que domarte.
—Idiota —murmuré. Él sonrió.
—Lo que haremos será un pequeño intercambio. Tú me das algo, yo me guardo algo.
—¿Y si decido que no?
Kevin dejó los cubiertos, se rascó el mentón como si pensara opciones, luego se inclinó sobre la mesa hacia mí.
—Supongo que todos conocerán a la verdadera Felicia Torres antes del postre.
Mi corazón latió más fuerte. Él recuperó su celular y se giró para guardarlo en su chaqueta. Yo no pensaba darle el gusto. Le devolví una sonrisa fingida.
—Bueno, espero que el postre lo valga.
Su risa fue baja, casi un ronroneo, y volvió a tomar el vino. Yo aproveché el momento para dejar de mirarlo y concentrarme en un plan B.
Bien… él quiere jugar. Será con mis reglas.