La semilla del chantaje

Seguí ahí, con mis tacones clavados entre el mármol del lobby y la moqueta del elevador, viendo cómo Kevin desaparecía entre la gente. Solo cuando alguien más tocó mi hombro, volví a respirar.

¿Quién se cree?

Me disculpé con las otras personas que deseaban subir y en cinco pasos había alcanzado la salida hacia el estacionamiento. Mi orgullo habló más fuerte que el miedo.

No se quedará así.

Lo vi de espaldas, parado junto a un descapotable, revisando su teléfono como si el mundo no le importara. Reafirmé mis pasos y me acerqué. Procuré que el taconeo sobre el piso marcara cada palabra que estaba a punto de decirle.

—¿Qué se supone que significa? —respondí desafiante. Él sonrió ampliamente. Sin duda, disfrutaba el momento.

—¡Qué bonito verla de nuevo, señorita Torres! Sin embargo, creo que tendrá que ser más específica.

—No te hagas el tonto. ¿Qué piensas hacer con eso?

—¡¿Yo?! —respondió con un tono exagerado, fingiendo inocencia—. Nada, bonita. Solo digo que está a salvo conmigo.

—No vuelvas a llamarme así. Y no necesito que me protejas.

Le di la espalda para aproximarme a mi coche en cuanto escuché el claxon de Iván. Él continuó en un tono más fuerte mientras me alejaba.

—¡O quizás sí! ¿Habría algún problema si mi papá o alguien más lo descubriera por casualidad?!

Me paralicé. No podía creer que dijera algo así. Giré para encararlo, enojada, y regresé. Me recibió su sonrisa ladeada.

—¿Intentas chantajearme?

—¿Chantaje? ¡No! Quería invitarte a comer, bonita.

—¡Deja de llamarme así!

—Entonces, dígame su nombre, señorita Torres. —Volvió a usar ese acento español.

Arrugué el rostro, confundida; él rio. Así que contraataqué con seriedad.

—¿Qué te hace pensar que no tengo otros planes?

Su coqueta sonrisa fue evidente de nuevo, pero se atrevió a tomar uno de mis mechones fucsia y colocarlo detrás de mi oreja. Me estremecí ante ese gesto sorpresivo.

—Creo que me habría mandado a tomar por culo hace rato, señorita Torres.

Una risita se me escapó, más por su manera de expresarse que por gracia real. Sin embargo, blanqueé la mirada y giré de regreso al auto sin darle una respuesta. Él insistió en un tono más acelerado:

—Supongo que la bella chica ya tiene un nombre mucho más apropiado.

Abrí la puerta del coche, lista para abordar, sin darle la más mínima importancia. Solo le devolví una mirada en cuanto tomé asiento.

—Me llamo Felicia —contesté y acabé de cerrar la puerta.

Él permaneció de pie, con la vista fija en el auto mientras nos marchábamos; pude verlo por el espejo lateral. Mis mejillas ardían.

Sabía que Iván me observaba a la espera del chisme, por eso no volteé a verlo. Optamos por un sushi bar pequeño y acogedor, bastante cerca de la constructora.

Llegamos en completo silencio y así tomamos asiento en una mesa con vista hacia la calle. Pedimos para ambos un festín de sushi y todo el rato le evadí la mirada hasta que se fastidió.

—¿Me puedes explicar qué pasó? Ese era el enfermero papucho. ¡Estoy segurísimo!

—¿Qué va a pasar? Es un pesado —contesté con la vista en mi celular; Iván me lo arrancó de un tirón y se lo guardó en el bolsillo de la camisa—. ¡Oye, dame eso!

—¿Para que sigas ignorándome? No, gracias. ¡Cuéntame de una vez, niña!

—No hay nada que contar. Intentó chantajearme; luego me invitó a almorzar. En fin, no hay chisme.

Iván sonrió y elevó una ceja.

—No empieces…

—¡Niña, le gustas! Yo lo sabía desde hace años, hum.

—Estás viendo cosas que no son.

—¿Qué no son? —Iván golpeó la mesa con su palma. Mi corazón se saltó un latido—. ¡Por Dios, Fel! Era el único enfermero que te atendía a diario. El resto siempre variaba, pero él no, y ahora que vuelven a verse, te invita a salir. ¡Amiga, date cuenta!

—No digas mamadas, Iván.

La camarera llegó con nuestros pedidos y le devolví una sonrisa. Decidí centrarme en la comida; también Iván lo hizo.

Ambos amábamos el sushi y era esa la única manera en que él le fuese infiel a su veganismo. Los distintos rolls venían presentados en una embarcación japonesa tradicional que ocupaba toda la mesa. El olor a pescado, mar y tempura abrió mi apetito, ni qué decir de la mezcla exquisita de sabores.

—Dios, Iván, coloca un recordatorio: necesitamos integrar los sabores japoneses en el Cha’ cha Delight.

—A la orden, jefa, no me opongo.

Reímos juntos mientras disfrutábamos de nuestro almuerzo. Ese momento me hizo olvidar por completo la amenaza de Kevin, aunque era claro que no desistiría tan fácilmente. De hecho, ni siquiera había terminado de comer cuando el apetito se me fue de golpe.

Al otro lado de la calle, estaba parqueado el mismo descapotable que en la empresa y, recostado contra él, Kevin me observaba como si tuviera todo el tiempo del mundo. Su sonrisa socarrona me heló la sangre y bajé la vista hacia el plato.

No hizo falta mirar otra vez para saber que no se iría.

Sin embargo, si pensaba que podía intimidarme, estaba por descubrir que se equivocaba.

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