El trato

Las reglas eran simples: nunca subestimar al enemigo… y Kevin Murano acababa de ganarse ese título.

No tenía claro cómo lo haría, pero iba a arrebatarle la maldita sonrisa.

El almuerzo transcurría como una partida de ajedrez disfrazada de cortesía.

Él hablaba de vinos; yo pensaba en llaves de judo.

Él preguntaba sobre mi vida en los últimos ocho años; yo imaginaba cómo estrellar su teléfono contra el piso sin que el mesero llamara a seguridad.

—¿Sabes que puedo denunciarte por esto?

Kevin sonrió con esa maldita cara de suficiencia.

—¿Y por qué no lo has hecho? —respondió tranquilo.

—Quizás quiero saber hasta dónde pretendes llegar.

—Bueno, bonita… por ahora, al postre.

Rodé los ojos y devolví la atención a mi plato. La comida era exquisita, aunque la habría disfrutado mucho más en otras circunstancias.

—¿Por qué tanto interés conmigo? —pregunté, sin suavizar el tono.

Kevin bajó los cubiertos y pensó su respuesta durante un tiempo largo. Suspiré, fastidiada.

—Tú mismo lo dijiste: eres guapo, joven y todo lo que quieras… yo, definitivamente, hace mucho que dejé de ser una muchachita de veinte.

Una carcajada profunda lo sacó de sus pensamientos.

—Bonita, ¿crees que soy el mismo chiquillo que hace ocho años?

Me encogí de hombros.

—Digamos que no me convenciste de la mejor forma para venir aquí.

Él rio bajo y negó con la cabeza.

—Touché.

Sonreí. Él recargó nuestras copas, brindamos por un “maravilloso reencuentro” y, poco a poco, la botella se fue consumiendo.

El vino hizo su parte: mis mejillas cálidas, sus ojos más brillantes. Kevin estaba demasiado cómodo creyéndose el dueño del juego.

Perfecto.

Dejé el tenedor a un lado y me incliné hacia él, sonriendo como si acabara de rendirme.

—Tal vez… tienes razón. He sido un poco ruda —murmuré.

Sus cejas se alzaron, curioso. Me levanté con calma, rodeé la mesa. Él me recorrió de pies a cabeza.

Me senté en su regazo. Su mano se apoyó instintivamente en mi muslo, posesiva.

—Uuuf, ¿ya te dije cuánto me encanta tu aroma?

Le devolví una risita baja y coqueta. Me incliné, casi rozando sus labios.

—Dime, Kevin… ¿Es esto lo que quieres?

—Bueno… quería compartir el postre, bonita —dijo en un tono grave que vibró en mi piel.

—¿Dulce, venenoso… lechoso? —susurré.

Él rio, pero la risa se quebró. Su respiración cambió; el muy idiota no estaba tan blindado como creía.

Un escalofrío me recorrió cuando su pulgar rozó mi labio inferior. Por un instante, miré su boca.

Intentó besarme; giré la cara.

—Eso no, guapo… sin besos.

Su mano se metió bajo mi falda tubular y se aferró a mi piel con más firmeza.

—¿Y qué hay de lo demás? —preguntó con una sonrisa peligrosa.

Me incliné para que mi aliento le rozara el cuello, mientras que con una mano recorría su pecho, despacio. Tracé con mi nariz un camino por la piel que su camisa dejaba expuesta. Y sí, su maldito perfume me embriagó.

Él es el enemigo, concéntrate.

Su respiración me dijo cuánto disfrutaba… y yo aproveché para sacar el celular de su chaqueta sin que lo notara.

Roce su nariz con la mía; estaba hambriento de más.

Me incorporé y regresé a mi asiento con el botín escondido. Él me observaba, divertido.

—Pero qué sexi, bonita —dijo con voz baja y ronca.

Yo sonreí y apuré mi copa.

—No pensarás que es la única copia… ¿cierto? —añadió, ya recuperado.

La frase me paralizó. El vino se me atoró en la garganta. Antes de que pudiera moverme, él ya estaba de pie, tranquilo.

Se acercó, tomó mi mano y besó mis nudillos con ese gesto de caballero antiguo.

Luego, me heló hasta los huesos con un simple susurro:

—Bonita… puedo acceder a tu historial las veces que quiera en el hospital. Sé buena chica y esperemos el postre.

Su sonrisa… esa maldita sonrisa… era lo que más me enojaba.

—Está bien, dejémonos de rodeos, güerito. ¿Qué es exactamente lo que quieres, Kevin?

Se encogió de hombros, con la misma falsa inocencia de un niño atrapado en plena travesura.

—Nada complicado. Salir, acompañarnos, divertir…

—Escucha bien —lo interrumpí—: ¡estoy aquí de paso! Cuando acabe este proyecto, me iré a otra ciudad, a otra alianza, a otra historia. Así es mi vida: nómada. Las relaciones no funcionan conmigo.

Kevin se alejó medio paso, evaluándome de arriba abajo, como si quisiera leer entre líneas lo que no estaba diciendo… y luego soltó una carcajada baja, cargada de burla.

—Bonita… yo tampoco te estoy proponiendo matrimonio.

—Kevin, no me asustas. ¿Crees que con revelar mi historial vas a arruinar mi carrera? —Reí, quizá más por nervios que por diversión real—. Puede que pase un mal rato en Santa Mónica, pero ¿sabes qué es lo bueno de mi estilo de vida?

Me levanté y lo encaré, aunque él me superaba en altura.

—No echo raíces.

Kevin sostuvo mi mirada, como si buscara medir cada grieta de mi fachada. Permanecimos así, en una guerra silenciosa, hasta que su maldita sonrisa ladeada regresó.

—A ver, pequeña fiera… —Se inclinó un poco hacia adelante, con los brazos cruzados para nivelarse conmigo—. Entonces, ¿por qué sigues aquí?

Mi corazón dio un vuelco y la calma que aparentaba tambaleó. Él lo notó. Sirvió las últimas copas, con una breve risita, y levantó la suya, invitándome a un brindis.

—Lo único que quiero es que pasemos un tiempo juntos, mientras dure tu estadía. Me conformo con eso… por ahora.

No dije nada, pero afilé la mirada.

—No me veas así, anda, hasta te has reído conmigo hoy. ¿Qué dices, bonita?, ¿tenemos un trato?

Suspiré, conteniendo la rabia y la adrenalina. Por fuera, mi sonrisa era dulce; por dentro, buscaba una forma de destrozar ese gesto de suficiencia que mantenía.

—Bien —respondí y choqué mi copa con la suya. El eco breve del cristal selló nuestro acuerdo—. Acepto… pero con mis reglas.

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