La gala benéfica resultó ser en el imponente salón de convenciones de la galería Renacer, la más grande de la ciudad. Desde la entrada, todo era cristal, mármol y un ir y venir de trajes de diseñador y copas de champaña. Kevin, impecable con ese esmoquin negro, me ofreció el brazo con una sonrisa arrogante.
—Espero que no estés pensando en escaparte, calabacita —murmuró mientras atravesábamos el vestíbulo iluminado por arañas de cristal.
—¿Escaparme? ¿De un ejército de médicos y enfermeros? —Ladeé la cabeza—. Jamás. Seguro me recetan paciencia en la primera mesa.
Él soltó una carcajada baja, que atrajo un par de miradas curiosas mientras nos conducía hasta nuestra mesa. Me sentía un poco fuera de lugar con tanto médico encorbatado, enfermeras con vestidos largos y directivos brindando como si fueran estrellas de cine.
Kevin, en cambio, se movía como pez en el agua. Saludaba aquí, sonreía allá, estrechaba manos con esa seguridad que a mí me hervía la sangre… y, al mismo tiempo, me desc