El ascensor se abrió con un chasquido metálico. Abordamos a trompicones, sin dejar de tocarnos. Una fortuna que nadie más subiera con nosotros ni detuviera el elevador en otro piso. De no ser por la cámara de seguridad, probablemente nos habríamos puesto más creativos.
Nos detuvimos en el décimo nivel. Recuperamos algo de decoro al escuchar voces, aunque nuestras respiraciones agitadas no eran nada fáciles de disimular. Al llegar al doceavo piso, bajamos tomados de la mano, todavía entre risitas cómplices por lo ocurrido un par de niveles más abajo.
Apenas crucé la puerta de su departamento, comprendí que había entrado en su terreno. El lugar era amplio, minimalista, con amplios ventanales y tan ordenado que parecía inhabitado.
Me apoyé en el marco de la entrada, cruzando los brazos.
—Vaya, güerito. No me esperaba que vivieras en una revista de arquitectura.
Él cerró la puerta tras de sí y sonrió con esa calma peligrosa.
—¿Tan bajos son tus estándares? ¿Esperabas un cuarto de motel co