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Duelo de pasión y poder
Duelo de pasión y poder
Por: Pao-mizu
El reencuentro... La bomba

El salón de juntas olía a café caro y madera recién pulida.

Tenía las diapositivas abiertas en mi laptop y las repasaba una y otra vez, más por costumbre que por nervios. Había presentado infinidad de proyectos a lo largo de mi carrera, pero aquel… ese podía convertirse en mi obra maestra. El circuito mágico de las aguas sería un parque único, capaz de robar el aliento a cualquiera.

El murmullo de los ingenieros y ejecutivos llenaba el aire. El señor Murano, presidente de la constructora aliada, atendía una llamada al otro extremo de la mesa. Todo estaba bajo control, como siempre me gustaba.

Observé el modelo tridimensional en la pantalla: Jardines exuberantes, senderos iluminados, fuentes interactivas… no había nada que no me llenara de orgullo.

Entonces, la puerta se abrió de golpe.

El silencio fue inmediato, como si alguien hubiera apagado el mundo.

Levanté la vista y noté al responsable.

El uniforme blanco se ceñía a un pecho amplio y fuerte. Su sonrisa segura parecía hecha para desarmar, y sus ojos… Dios, esos ojos. La mirada me atravesó como una descarga.

No puede ser él…

Mi memoria fue sacudida por una imagen fugaz.

La sala de emergencias. El olor a desinfectante. El frío del metal contra mi piel. Los pitidos de los monitores. Voces técnicas hablando de tratamientos. Y, entre todas, la suya a mi lado: firme, tranquila, reconfortante.

—Quieta, bonita… yo me encargo.

Tragué saliva, intentando regresar al presente. No quería recordar. No ese momento.

—Uy, perdón por la interrupción… —dijo él con una sonrisa serena y pasó la vista entre los presentes. Se desplazó por la sala hacia el otro lado, aunque sus ojos se centraron en mí—. Solo busco a mi padre…

¿Padre? ¿El presidente?

No escuché el resto. Su andar era lento, medido, como si disfrutara cada pisada. Pasó tan cerca que pude percibir su aroma: limpio, masculino, con un matiz que no supe identificar, pero que me estremeció hasta los huesos.

Llegó hasta el señor Murano, lo abrazó con fuerza y le estampó un beso sonoro en la mejilla que provocó la risa general. Yo, en cambio, sentía el corazón martillar contra mis costillas.

No podía ser su hijo… ¡No podía ser él!

La secretaria del presidente asomó la cabeza a través de la puerta, visiblemente incómoda.

—Disculpe, señor Murano, le dije que no podía pasar, pero…

—Descuida, Anne —él la interrumpió con calma. Ella asintió y se retiró de inmediato.

Padre e hijo se acercaron a mí. Me obligué a mantener la compostura, aunque sentía como si tragara piedra caliente.

—Señorita Torres, él es mi hijo, Kevin —dijo el presidente.

Uuf, es como el vino… No lo recordaba así de guapo.

Su rostro lampiño parecía tallado por ángeles, la piel ligeramente bronceada… Sus ojos avellana me estudiaban de pies a cabeza.

—Un placer conocerla, señorita Torres —dijo con un acento español que ni siquiera le había escuchado al entrar.

Me tomó la mano con delicadeza y la llevó a sus labios. Besó mis nudillos como un caballero antiguo.

—El placer es mío, Kevin. —Alcancé a responder un poco nerviosa.

Me obsequió una sonrisa ladeada. No estaba segura de si me había reconocido, pero ese destello en su mirada… ese brillo incómodo… decía mucho.

Cuando se retiró, me guiñó un ojo desde la puerta, con la complicidad de quien conoce tu secreto más oscuro.

—Perdón por eso, señorita Torres, él es así de coqueto —bromeó el señor Murano.

Forcé una sonrisa y luego cada quien retornó a su lugar. El presidente presionó un botón; al instante las luces se opacaron y el ventanal se oscureció. Inicié la presentación. Las primeras diapositivas salieron mecánicamente, pero poco a poco el trabajo me absorbió. Respondí preguntas de los inversionistas, aclaré dudas, defendí cada punto del diseño. Al terminar, recibí felicitaciones y apretones de manos. Me dije a mí misma que aquel pequeño encuentro quedaría ahí.

No hay nada de qué preocuparse.

Salí de la sala más tranquila, conversando con algunos ejecutivos. Me despedí de Anne, que esperaba al señor Murano para continuar con la agenda. Caminé hasta el elevador y lo abordé, mientras sacaba el teléfono para avisarle a Iván, mi asistente y mejor amigo, que podía pasar por mí.

El ascensor se detuvo antes de llegar a la planta baja.

Las puertas se abrieron y mi corazón volvió a detenerse.

Era él.

Solo él.

Nadie más.

Entró y sonrió. Se ubicó en la esquina opuesta. Su sola presencia me tensó hasta el último músculo, pero no dijo nada. Agradecí a Dios por eso.

El viaje se hizo demasiado largo, a pesar de no detenernos en ningún otro piso. Me costaba creer que, en un edificio tan grande y con tantas personas, ni una sola decidiera abordar ese ascensor.

Cuando llegamos abajo, intentamos salir del elevador al mismo tiempo y tropezamos. Justo antes de que pudiera apartarme, inclinó la cabeza hacia mí y susurró, con una sonrisa que no era del todo amable:

—Tu secreto está a salvo conmigo, bonita… Bueno, quizás. Depende de ti.

El estómago se me revolvió. Me quedé helada, incapaz de moverme, a medio camino entre el elevador y el lobby, mientras él se alejaba con paso seguro y la calma de quien no acababa de lanzar una bomba.

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