Matarlos a todos

Lois

El dolor me arranca del vacío, un latido sordo que martillea mi cabeza como si alguien hubiera clavado un cuchillo en mi cráneo.

Abro los ojos, entrecerrados, la luz tenue de la habitación pinchándome como agujas. Mi cuerpo pesa, cada respiro una puñalada en el costado, y el aire sabe a metal y medicina. Estoy en una cama, las sábanas ásperas contra mi piel, pero hay algo cálido, sólido, a mi lado. Emmanuel y Ezequiel. Sus rostros, borrosos al principio, se aclaran: Emmanuel, con la mandíbula tensa, sus ojos oscuros llenos de preocupación; Ezequiel, con el cabello desordenado, su mano apretando la mía como si temiera que me desvaneciera.

—¿Lois? —La voz de Emmanuel es baja, urgente—. ¿Estás bien? ¿Qué pasó?

—¿Qué hizo Enzo? —Ezequiel se inclina, su aliento rozando mi mejilla—. Dinos qué pasó, por favor.

Me muerdo el labio, el dolor en mi costado estallando con el movimiento, y un gemido se me escapa. No sé por dónde empezar. La cena, la piedra, el collar de Enzo… todo es un torbe
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