El bosque no dormía. Solo callaba. Bajo la luna fija, el mundo parecía haberse detenido, como si el tiempo se negara a avanzar sin ella.
Thorne caminaba con el cuerpo del lobo abierto por dentro, aunque su piel no mostrara heridas. No sangraba, no cojeaba, no aullaba todavía. Pero todo en él estaba herido. Cada músculo avanzaba por inercia, sin un propósito. Solo alejándose.
No había regresado a la casa, ni a los restos del templo, ni a la manada que ahora lo miraba con ojos que evitaban los suyos. No necesitaba testigos. No quería que nadie lo viera en ese estado, con la garganta cerrada de rabia, con los colmillos guardados a medias, con la necesidad de arrancarse el alma para dejar de sentir.
Sus pasos lo habían llevado al corazón del bosque, donde los árboles eran viejos y sabían guardar secretos. Allí, entre raíces húmedas y ramas torcidas, Thorne alzó el hocico al cielo. No era un llamado. No esperaba respuesta. Era un grito de pérdida, brutal y seco, que hizo temblar a los pája