El salón principal de la mansión era un hervidero de voces y sombras alargadas cuando el temblor golpeó. Al principio, fue sutil: un rumor sordo bajo los pies, como el paso de un rebaño lejano, que hizo tintinear las copas sobre las mesas largas y balancear las arañas de cristal en un coro de cristales heridos. Luego, se intensificó, un estremecimiento que subió por las columnas de piedra y sacudió los tapices colgados en las paredes, haciendo que el polvo acumulado de siglos cayera en nubes finas. Los Alfas se pusieron de pie de un salto, sus instintos lobunos alertados al instante, copas derramadas y sillas volcadas en el caos. Gritos ahogados llenaron el aire.
—¡Terremoto! —el grito de una Beta sureña; pero Emmanuel y Ezequiel no oyeron nada de eso. Sus ojos, idénticos en su oscuridad feroz, barrieron el salón en una búsqueda desesperada, un pulso compartido a través del vínculo que los unía como un solo latido.
—¿Dónde está Lois? —gruñó Emmanuel, su voz cortando el bullicio como u