Emmanuel
El infierno se extendía ante mí como una marea viva, un mar de llamas que devoraba el claro con un hambre insaciable. Mi padre, Thorne, el Alfa inquebrantable que había guiado nuestra manada a través de guerras y tratados, se había convertido en el epicentro de esa furia primordial. Sus llamas no eran un fuego común —no el crepitar de una hoguera o el rugido de un bosque en llamas—, sino algo vivo, un ente que se retorcía y expandía como venas de magma bajo la tierra. Las veía lamer los bordes del círculo de piedras, consumiendo las túnicas de las mujeres muertas en estallidos de chispas que subían al cielo como almas condenadas. El calor era un muro palpable, un aliento ardiente que me hacía sudar profusamente, pegando mi camisa a la espalda mientras el aire se volvía irrespirable, cargado de humo y el hedor dulzón de carne chamuscada. Conocía su potencial —lo había visto en entrenamientos, en batallas pasadas entre nosotros, cuando su fuego podía abrazar un campo entero, de