El salón principal de la mansión aún vibraba con el eco de risas forzadas y tintineos de copas cuando Enzo sintió el primer indicio: un aroma sutil, casi etéreo, que se filtró en su nariz como un susurro prohibido. Sangre. No cualquier sangre —dulce, metálica, con ese matiz único que solo podía pertenecer a ella—. Lois.
El vampiro se irguió en su asiento, su copa de brandy detenida a medio camino de sus labios, los ojos escaneando el mar de rostros ajetreados. Alfas sudorosos y embriagados, Betas con sonrisas depredadoras, Lunas que coqueteaban con miradas calculadas. Ninguna señal de Lois. Su pulso, siempre constante en su pecho muerto, se aceleró con una urgencia que lo sorprendió incluso a él mismo.
¿Por qué sangraba? ¿Y dónde demonios estaba?
Sus ojos se posaron en los gemelos, rodeados a lo lejos por un enjambre de Alfas asquerosos y apestosos —criaturas peludas que olían a tierra húmeda y testosterona rancia—. Emmanuel y Ezequiel reían, respondiendo a preguntas sobre alianzas fr