Sangre, vampiros, gas pimienta, carmesí, peligro.
Las palabras se repitieron en mi cabeza en un orden inconcluso. Ni siquiera entendía de dónde venían, o que querían decir, pero fue lo primero que percibí al iniciar un nuevo día.
Mi cabeza dolió apenas abrí los ojos. Todo por la maldita luz que se filtraba por las ventanas. Gruñendo por lo bajo, tomé una de las almohadas y la puse sobre mis ojos.
Estaba confusa, con los rastros del sueño sobre mí. ¿Había tenido una pesadilla? Lo más seguro. Y debió ser una muy mala, pues aún sentía mi corazón acelearado.
Me revolví en la cama, sin intenciones de levantarme. Estaba tan cansada, todos mis músculos dolían por alguna razón, al igual que mi barbilla. Me sentía como si llegara de una larga sesión de ejercicios, a pesar de que no tenía ni el tiempo para ello, ni las ganas.
—Juliette, se te hace tarde —indicó mi hermano menor.
Gruñí con frustración. Odiaba aquel momento en el que tenía que abandonar al amor de mi vida, llamado cama, para enfrentar la dura realidad.
Miré a mi hermano de reojo, para analizar qué tan tarde era. Si estaba relajado, entonces tenía un par de minutos libre, pero si andaba en modo estrés, la única solución sería correr por toda la casa, rezando por un milagro para llegar a tiempo.
Él solo tenía apenas quince años. Acné, mala actitud y hormonas. Todo un adolescente perfectamente representado. Su cabello oscuro caía por su frente, no le gustaba tenerlo corto, quizás porque se sentía seguro escondiéndose tras algunos mechones. Sería un hombre atractivo cuando creciera, pero en este momento se encontraba delgado y desganado.
Aunque a mis ojos, seguía siendo guapísimo. Quizás no fuera un adonis, pero era atento y cuidadoso. Quizás no fuera un dios griego, pero era amable, cuidaba de todas las personas a su alrededor y siempre estaba dispuesto ayudar.
—Gracias, Justin.
Me levanté de la cama, sintiéndome mareada. Mi cabeza palpitó y estaba segura de que vomitaría, si seguía así. Justin me miró con preocupación, ayudándome a estabilizarme.
Compartíamos habitación, junto a los otros dos charlatanes. Ellos dormían en una cama matrimonial, los tres juntos, mientras que yo dormía en la individual. Dentro de poco, tendría que buscar otro sitio para que Justin durmiera, ya que estaba creciendo y necesitaría su propio espacio.
Él había decidido dormir en el sofá de la sala, pero yo no tenía el corazón para permitirle eso.
—¿Los mocosos? —pregunté.
El apodo de los mocosos también incluía a Justin, pero debido a que este crecía más rápido de lo que esperaba, no me quedaba de otra más que inventarle uno nuevo. Mi hermano menor me apoyaba a cada segundo, por lo que se merecía algo bueno.
Ya se me ocurriría algo para él.
—Mandé a Jake a tomar un baño y Julia está comiendo.
Julia era la menor de nosotros. Tenía ocho años y la ternura que a todos nosotros nos faltaba. Delicada y querida como a una princesa. Su cabello era un poco más claro, al igual que sus ojos color miel. Era tan hermosa que cautivaba a todos lo que la veían, sonriente y amable. Además, siempre se portaba como una niña muy tierna, por lo que era sencillo para ella robarle el corazón a los demás.
Jake, en cambio, tenía apenas doce años recién cumplidos. Aún se comportaba como un niño, pero prefería que fuera así. Mientras más tiempo su inocencia se mantuviera, mejor. Su cabello era igual al de Justin, mientras que sus ojos eran idénticos a los míos. Un niño alegre de corazón noble, esa era la mejor descripción para él.
Ambos eran una dupla inseparable. Quizás incluso fueran más unidos que Justin y yo, pues ellos vivían en su propia burbuja, ajenos a todos los problemas que habitaban en esta casa.
Respiré profundamente, tratando de mantenerme en pie sin expresar todo el malestar que sentía. Sentí la mirada de mi hermano sobre mí todo el tiempo, atento.
Al menos Justin se había encargado mientras yo dormía. Siempre intentaba que durmiera al menos un par de minutos más.
Si yo cuidaba de todos, él era el único que cuidaba de mí.
—No me siento bien —susurré.
—¿Quieres que llame a la jefa? —ofreció, preocupado—. Estás muy pálida, Juls.
—¿Cómo llegué aquí?
No lo recordaba. No tenía idea de cómo había llegado hasta mi cama. ¿Qué había sucedido anoche? No bebía, a menos que fuera en ocasiones importantes. O cuando debía asegurarme de aparentar más edad de la que tenía. Además, no lo hacía cuando debía trabajar al día siguiente, así que eso estaba descartado. Si no había bebido y no recordaba nada de lo ocurrido... ¿Entonces qué pasó? ¿Qué hizo que mi cuerpo estuviera tan mal?
Consideré seriamente la posibilidad de que estuviera volviéndome loca, pero no tenía el tiempo para pensar sobre ello.
Me encaminé hacia el baño, obligando a mi cuerpo a moverse, aunque solo quería volver a la cama y dormir hasta el día siguiente.
—Juliette...
—Está bien —forcé una sonrisa—. No te preocupes, estoy bien. Debo dejarlos en clases, luego pasaré por la librería. Si no me siento bien, le pediré el día a la jefa.
—De acuerdo —accedió, dudoso.
Justin era el único consciente de la situación en la que nos encontrábamos. Quizás porque tenía trece cuando todo se fue a la m****a. Lo suficientemente mayor como para notarlo, pero demasiado joven como para hacer algo al respecto.
Nunca fuimos una familia adinerada, aunque tampoco pasábamos trabajo. Mamá siempre fue amable y cariñosa, nuestro padre un hombre trabajador y entusiasta. Éramos muy unidos, felices...
Y en ese momento mamá enfermó.
Los doctores no sabían explicar lo que tenía. Gastamos todos nuestros ahorros en exámenes médicos, para nada. Había pasado por docenas de especialistas diferentes, todos con la misma conclusión.
Una enfermedad inexplicable.
Un caso de uno, en un millón. La clínica solo ordenó que se mantuviera hospitalizada, sin lograr entender qué le ocurría, pero con la idea de mantenerla con vida. Si mamá abandonaba la clínica, no duraría ni dos días antes de caer en un ataque, eso fue lo único que nos explicaron.
Sangraba por doquier sin razón aparente. Había comenzado con ligeros derrames nasales, pequeños y sin importancia, pero luego comenzó a empeorar. Si por alguna razón se hacía una herida, su piel no se regeneraba. En la clínica la tenían monitoreada, siempre con suero y gasas por todo su cuerpo.
Ni siquiera podíamos explicarnos como se mantenía con vida.
Una vez a la semana nos dirigíamos a la clínica a visitarla. Para sorpresa de todos, ella seguía siendo la madre cariñosa que recordábamos. A pesar de estar postrada en una cama, buscaba la manera de mantenerse animada y alegre.
Yo sabía que solo fingía las sonrisas para no preocupar tanto a los niños. También sabía que en más de una ocasión se había despedido como si fuera la última vez que nos viera.
Todos intentábamos mantenernos fuertes, apoyarnos.
Pero papá no soportó la carga.
Comenzó a beber, cada vez más. Llegó al punto en el que se volvió extraño verlo sin una cerveza en la mano. Por esa razón perdió su trabajo, dejándonos sin sustento.
Así que yo, al ser la mayor, dejé mis estudios y tomé dos trabajos. Uno dedicado solo a los gastos médicos de mi madre y el otro para nuestra supervivencia.
Además, me encargaba de cuidar a los niños, vigilar que hicieran su tarea y que no se metieran en malos pasos.
Por supuesto, estas últimas cosas solo eran posible porque Justin me ayudaba a cada segundo.
Él los cuidaba mientras yo trabajaba y siempre estaba dispuesto a darme una mano, por eso estaba muy agradecida con él. Estaba ahí cada vez que sentía que yo ya no podría más.
También había escuchado por Jake que vendía las tareas de sus compañeros. Lo mantenía oculto de mí, pero yo lo sospechaba desde hacía un tiempo.
Tomé una ducha rápida. El agua era demasiado fría como para disfrutarla. El dinero apenas alcanzaba para comer, cosas como el agua caliente eran innecesarias.
Miré mi cuerpo por un segundo en el espejo. Tenía la impresión de estar lastimada, pero no había ninguna herida visible. Me dolían los músculos y la cabeza. Además, sentía un extraño picor en el cuello.
Mi vista cayó sobre los huesos sobresalientes en mi torso y caderas. Había perdido peso en los últimos meses, el trabajo me consumía, el dinero faltaba y el estrés algún día iba a matarme. Piernas delgadas como un palillo, clavículas marcadas, pechos pequeños y una cintura que de lejos se veía antinatural.
Me vestí apresuradamente, intentando no seguir mirándome al espejo ni un segundo más. Fue entonces cuando noté que mi sudadera favorita faltaba. Fruncí un poco el ceño, prometiéndome buscarla luego.
—Jake, no molestes a Julia —pedí apenas ingresé a la sala.
Al menos estaban listos y no tenía que corretear detrás de ellos. Justin me sonrió, orgulloso. Seguramente sin él, estaría perdida. Le sonreí en agradecimiento, sacudiendo un poco su cabello. Fingió odiarlo, pero su risa lo delató.
Tras dar un par de pasos hacia la salida, de repente me sentí mareada. Todo dio vueltas a mi alrededor, pero Justin estuvo allí para atraparme, intentando disimular.
—Juls no se siente bien —señaló Julia.
M****a, la mocosa era demasiado intuitiva para mi gusto.
—Debo estar por pescar un resfriado —le resté importancia.
Mis hermanos me miraron con atención, logrando que me sintiera incómoda. No me gustaba que se preocuparan por mí, pero ellos también sabían que era extraño que yo me enfermara. Claro, no tenía tiempo para cosas como resfriados. Ocho horas trabajando en una librería y luego seis horas en el bar. Apenas me daba tiempo para dormir y cuidar de ellos, pero era lo mejor que pude encontrar.
Dirigí la mirada por un segundo hacia el cuarto de mi padre. Captando la atención de Jake.
—Está dormido —susurró, como si fuera un secreto—. Ayer llegó con un tipo, alguien feo.
—¿Feo?
Vivíamos en una zona peligrosa. Si ellos decían que era alguien feo, es que entonces no era una persona sana, sino alguien peligroso. Alguien que no debería tener permiso de ingresar a la casa.
Sentí la molestia invadirme en cuestión de segundos. Si algo les pasaba a mis hermanos...
No sabía lo que estaba dispuesta a hacer, pero el resultado no sería nada agradable, eso seguro.
—Tenía cicatrices en la cara —explicó Justin.
Lo miré, reclamándole en silencio por no decirme antes. Debieron al menos llamarme, avisarme que algo estaba pasando.
—Si vuelven a ver a ese tipo, me llaman, sin dudarlo ni un segundo —indiqué—. Y ya saben, cuando él viene con alguien...
—Julia debe estar fuera de la vista, Jake callado y Justin a cargo —concretó la pequeña Julia.
—Así es —le sonreí.
Eran buenos niños, a pesar de las circunstancias en las que nos encontrábamos. Solían obedecer sin quejar, siendo intuitivos. Por supuesto que hacían sus travesuras, pero los prefería traviesos y alegres, a tristes y desconsolados.
Así que procuraba que vivieran su infancia por todo el tiempo posible.
Los dejé en el colegio, a pesar de que Justin pidió quedarse conmigo. No me sentía bien y los tres lo sabían, sin embargo, un día sin trabajar era un día comer. Y su bienestar me interesaba más que el mío.
Trabajaba todo el día en una librería. La jefa era una amiga de mi madre, por lo que accedió a darme trabajo a pesar de la corta edad que tenía.
No era un trabajo complicado. Atender y asesorar algunas personas que buscaban que leer, registrar cada compra. Organizar los libros, hacer inventario y de vez en cuando atender las redes sociales de la librería. Solíamos publicar fotos de los libros nuevos y de las rebajas, eso siempre funcionaba. Fácil y sencillo.
Además, ese empleo me permitía leer en mi tiempo libre. Me gustaba perderme entre letras, pero no podía permitirme el lujo de comprar libros.
Apenas y nos alcanzaba para comer dos veces al día nada más. Algunas veces lográbamos hacer una merienda a la tarde, pero no era lo común. Justin se encargaba del desayuno, pues sabía que me quedaba hasta tarde trabajando en el bar y me permitía dormir unos minutos extra. Mientras que yo me encargaba de la cena, antes de salir al bar.
Me había saltado el desayuno en la mañana, debido a las náuseas que tenía. Me arrepentí al mediodía, cuando apenas y aguantaba el hambre y el malestar empeoró.
Sin embargo, me mantuve trabajando, sin permitirme desfallecer.
—Hey, Juliette —mi jefa llamó mi atención.
Fui hacia ella, quien sonreía como una adolescente. Entramos a su pulcra oficina, su lugar feliz. Me dejaba descansar aquí en los mediodías, cuando no había mucho movimiento en la librería.
—¿Qué sucede?
—¿Has visto a ese hombre? —preguntó con picardía, señalando con el mentón una de las esquinas—. No te quita la mirada de encima.